lunes, 27 de octubre de 2008

Im Back


Antes, cuando estaba desempleado y era feliz junto a Paloma, escribía hasta en servilletas las frases o ideas que se me ocurrían y las guardaba en las bolsas de mis pantalones; ahora, que soy reportero y soltero —qué chistoso que rimen estas palabras—, se me han terminado los pensamientos.
Hace unos meses me compré una libretita Moleskine —ese famoso cuadernito negro en el que escribía Hemingway y en la que hacían bocetos los pintores impresionistas—, para ir apuntando mis súbitas reflexiones, pero prácticamente sigue en blanco.
La única frase que escribí, que me parece muy mala ahora que la vuelvo a leer, fue: “Mano de piedra, la mía, desde que no escribo, desde que trabajo”.
¡Qué tristeza!, ¿a esto se han reducido mis aspiraciones como escritor: a ser un joven con una Moleskine en el bolsillo que anota frases tontas y que, de paso, lo único que logró con su famosa libretita fue encajar perfectamente en un cliché y obtener un look de un intelectual snob?
El bloqueo también coincidió con mi inicio como reportero. Hasta ese momento aún escribía religiosamente en mi diario, seguía en el taller de literatura avanzando en mi novela y tenía las bolsas llenas de ideas y frases que me parecían brillantes.
(Meses después, Paloma encontró y leyó mi diario mientras llevé el auto a lavar, y ahí empezó lo crítico. Ni un párrafo decente nació después de eso).
Los primero tres meses en el periódico creo que han sido los más pesados de mi estancia laboral en esa empresa, pues no estuve a prueba, sino en competencia directa con otro reportero, uno experimentando, no recién salido de la universidad, como yo.
Amablemente nos dijeron que como nuestros perfiles les interesaban mucho, que no sabían a quién elegir y por eso decidieron ponernos en competencia durante tres meses.
Eso lapso merece una capítulo, o una novela entera, pero como en este momento no tiene mucha importancia, diré simplemente que la historia tuvo un final feliz porque abrieron otra plaza y nos contrataron a ambos.
El problema fue que redactaba y leía tanto en el periódico, que lo último que me apetecía hacer al llegar a casa —después de estar ocho horas frente a una computadora en el trabajo— era abrir mi lap top para escribir.
Mi asesora de tesis y maestra de literatura, también reportera y escritora, me platicaba que ése, el bloqueo, es un problema común al que se enfrentan la mayoría de escritores que hacen periodismo, y viceversa (los periodistas que quieren ser escritores, que no es lo mismo). Sin embargo, me afirmaba, mirándome con sus grandes ojos que tanto me gustaban, que no había pretexto para no escribir, que esos escritores que sólo trabajan cuando los toca la inspiración no sobreviven artísticamente, que el arte exige disciplina.
No obstante, un buen amigo poeta —pero poeta de verdad— me decía que no había nada de qué preocuparse, que eso pasaba y que, sí, al principio uno se empieza cuestionar si en verdad es un escritor o poeta, en su caso. Pero que todo después se soluciona.
Me platicaba, entre ron y tabaco, que esos momentos son necesarios para vivir, porque luego todas las imágenes, olores y experiencias darían vida a literatura de manera natural, sin forzarla. Algo totalmente orgánico.
Bueno, durante poco más de una año esperé para que esta sequía literaria se terminara. Parece ser que poco a poco todo se ha acomodado para darle forma a una historia que intento contar. Pero también he concluido que la disciplina es necesaria.
Hace unos momentos, antes de empezar a escribir, me pasé minutos frente al monitor en blanco sin saber cómo empezar o qué decir. Para un humano, este hecho sería equivalente a pararse frente al espejo y notar que el reflejo de uno mismo no es más que una leve transparencia, un fantasmita miedoso. Un evento así haría cuestionarse las bases de uno mismo como persona, lo mismo pasa con un escritor.
He decidido tener un equilibro entre estas dos filosofías de creación literaria tan disímiles porque es claro que no tengo los destellos literarios de mi amigo; entonces trataré de suplir esta carencia con disciplina. Además, empiezo a divertirme otra vez escribiendo, suceso que me sabe casi a un milagro —comentario lapidario si se toma en cuenta que soy ateo—.
Otro elemento importante en esta etapa de nula producción creativa ha sido Hank Mody, personaje interpretado por David Duchovny en la serie Californication. Él está metido en un torbellino de sexo, drogas y alcohol, y no puede escribir desde que su mejor libro, Dios nos odia a todos, lo convirtieron en una película llamada Una pequeña cosa llamada amor; además su esposa lo dejó y está a punto de casarse con el editor de la revista en la escribe.
Me identifico mucho con él —exceptuando su vida sexual activa con las mujeres más bellas de Los Ángeles; yo me tengo que conformar con entrevistarlas (si son actrices) o verlas andar en las aceras de Beverly Hills (si son bellas desconocidas)—…, me identifico con él sobre todo en esa escena final del piloto en la que, por la noche, se siente frente a su lap top e intenta escribir.
La única palabra que lograr teclear es: “FUCK”.
Hoy creo estar de vuelta. Se terminaron los minutos en silencio frente al monitor, se terminó el reflejo del escritor fantasmita que fui durante más de un año.
Hoy, puedo decirles aquellos que creyeron que mis aspiraciones como escritor habían sido un reflejo de una juventud bohemia, estas tres simples palabras: “FUCK YOU ALL”.

jueves, 23 de octubre de 2008

Caída Libre

No hay reglas precisas en cuanto al relato de vida.
El principio puede tener lugar en cualquier punto
de la temporalidad, igual que la primera mirada puede
detenerse en cualquier punto del espacio de un cuadro;
lo importante es que, poco a poco, asome el conjunto.

Michelle Houellebecq, La Posibilidad de una Isla.


Últimamente
, me pregunto con mucha frecuencia si estoy viviendo de la mejor manera posible. De noche, entre sábanas frías y el insomnio, me hago preguntas que me inquietan.
¿Estaré bebiendo mucho, escribiendo poco y, peor aún, teniendo poco sexo? ¿Cómo invierto esta ecuación? ¿Están, acaso, mis acciones y actitudes presentes germinando un campo de felicidad que florecerá años después, en forma de una familia amorosa y de un trabajo que me permitirá vivir cómodamente, según los cánones de esta superficial sociedad de la que —¡lo acepto!— soy parte?
Lo ignoro. Lo único que sé es que, a pesar de tener todo lo necesario para vivir medianamente feliz (o hasta más del promedio), muchas veces me siento como si fuera un extra, en tercer plano, en La Película de Mi Vida.
No creo tener una excusa para sentirme así.
Soy joven; tengo una trabajo como reportero que me permite viajar constantemente y, además, entrevistar a celebridades de la Meca del Cine; mis editores son personas relajadas; tengo un grupo de amigos a los que quiero (y me quieren) como hermanos; una prima hermana, con la que vivo en su casa de lujo, que me ama como una madre; manejo un auto del año que, claro, aún no termino de pagar; y soy soltero desde hace unos meses por decisión propia.
Tal vez en este último detalle se basa mi humor inconstante. Quizá el hecho de haber dejado a Paloma, mi novia por más de dos años que me quería casi con amor de madre, me haya obligado a conocer un poco más de mi verdadera condición humana: me volví un egoista, pero creo yo que en reacción natural, como resultado de un reflejo de autopreservación; como el animal con una cicatriz que admira el fuego, pero que jamás se acerca demasiado y guarda la distancia justa para disfrutar del calor sin resultar herido.
Ya lo decía la uruguaya Cristina Peri Rossi en su poema La Distancia Justa: En el amor y en el boxeo, todo es cuestión de distancia.
Además, con los años y los fracasos sentimentales, he aprendido que se necesita cierta dosis de cinismo en casi todos los aspectos de esta existencia, no sólo en el amor, para poder sobrevivir a los dilemas humanos. Desde hace un año reunía el valor necesario para poder confesarle a Paloma que ya no la amaba; que su neurosis, sus traumas, su tabaco y su mundo partido por la mitad me tenían en la lona; que nuestro problema era que sus heridas ya me lastimaban desde hacía tiempo y éstas no parecían sanar, porque, como dice el poeta Rubén Bonifaz Nuño, sólo yo soy capaz de sufrir tu dolor, amor mío.
Como pueden ver, los problemas sentimentales son suficientemente grandes, ahora si sumamos la preocupación que generan tópicos como el calentamiento global, la crisis económica mundial y los problemas bélicos, serían suficientes para hacer de la vida una existencia gris en todos los sentidos. Por eso yo les dejo esos problemas a las estrellitas de Hollywood que me toca entrevistar, que ellas se preocupen, falsamente, de esos temas con tal de proyectar una imagen de caritativos y conscientes.
Otro factor en el que también baso esta ligera depresión —quiero creer que aún no necesito Prozac—, es que soy un escritor que no escribe.
Desde que dejé de escribir —hace aproximadamente un año, cuando Paloma leyó sin permiso mi diario y se enteró de lo que pensaba de su familia y de mis infidelidades— no logro hilar las ideas para poder contar las historias que quiero. ¿Será el sentimiento de culpa lo que me tiene sumergido en este bloqueo de escritor? No, no lo creo.
Hoy, sin embargo, mientras miraba la redacción del periódico y veía reporteros redactando notas en contra del reloj, vino a mí esta necesidad de masacrar el teclado con ideas propias (en vez de hacerlo con las notas y entrevistas que todos los días escribo), y hasta ahorita éstos cuantos párrafos son el resultado.
Durante mi larga sequía literaria me cuestionaba mucho el porqué escribí tanto durante varios años de mi vida. ¿Por qué tuve la disciplina de anotar mis vivencias de manera periódica en un diario?
Muchos artistas explican que la necesidad de crear es una lumbre que los quema, algo que va más allá de su control, como si fueran tocados por algo divino, como se pensaba en la antigüedad. Yo no sé si sea así. La verdad es que se me hace una manera seudo-poética de disfrazar el narcicismo que todos los artistas tienen/tenemos (perdonen el atrevimiento). Todos somos Aquiles queriendo que nuestros nombres pasen a la historia; todos, mientras buscamos el reconocimiento, en realidad estamos combatiendo la muerte, el olvido.
Creo que el miedo a morir fue la razón por la que yo empecé a registrar mi vida en diarios. La muerte de uno de mis mejores amigos, cuando ambos teníamos 17 años, me hizo darme cuenta de cuán minúsculos e intracendentes somos. Yo no quiero que mi vida sea un punto perdido en el espacio, yo no quiero pasar todas las noches —como dice Sabines— embrocado, mirándome los brazos o, apagada la luz, trazando líneas con la luz del cigarro (...). Yo ya no quiero, no, yo ya no quiero seguir todas las noches vigilando cuándo voy a dormirme, cuándo.
Si tuviera que definir mi vida y mi estado de ánimo mediante dos canciones, diría que está justo en el punto medio entre God Gave my Everything, de Mick Jagger, y Free Falling, de Tom Petty ("...and Im a bad boy cause I dont even miss her, Im a bad boy for breakin her heart, and Im free, free fallin, yeah Im free, free fallin...").
Siento que estoy cayendo desde el cielo (porque el amor nos vuelve sublimes) y aunque está claro que no me le asemejo a un ángel en ninguna manera posible, espero que me crezcan alas, en el peor de los escenarios, a centímetros del suelo.

La cita del mes:

"Si me preocupara por lo que le interesa a la gente, nunca escribiría nada",

Charles Bukowski.