lunes, 17 de noviembre de 2008

Seguramente, en otra vida, fui pez


Siempre lo digo: un hombre sin mujer es un desastre total.


Pedro Juan Gutiérrez, Anclado en Tierra de Nadie.

Lo que más disfruto de estar sentado sobre la arena, mientras contemplo la inmensidad del mar, es que éste siempre pone en perspectiva mis problemas existenciales: mi amor y odio por el dinero y la superficialidad; las mujeres que deseo y no tengo; y, sobre todo, esta necesidad mía de estar siempre en defensiva frente a la vida.
El paisaje que contemplo hoy —lunes 17 de noviembre, 6:30 am— me obliga a recordar que la última vez que estuve en Acapulco, Paloma y yo vimos juntos el amanecer. Caminamos de la mano, en silencio, mientras nuestros pies se lavaban con el agua del mar. No hacía falta decir nada entre nosotros, ese pequeño instante de felicidad era subrayada por nuestro silencio.
Sentía que ese momento justificaba mi vida; sin embargo, eso fue hace casi un año. Además, yo soy un absurdo: en pareja me asfixio; sólo me deprimo.
En eso pensaba cuando apareció un grupo de trasnochados camino a su hotel, aún con los vasos en la mano. Parece que se sorprendieron al verme. ¿Habrán creído que era producto de su borrachera ese sujeto que escribía en una MacBook, en la playa, cuando a penas salía el sol?
Aunque Acapulco, en los puentes, está atascado de chilangos, siempre hace bien salir de la ciudad y experimentar una energía distinta.
El sábado por la noche quedé de verme con Roberto, el otro reportero de la revista, en un antro llamado Pure. Después de trecientos pesos de cover, las puertas del paraíso se abrieron y éste estaba lleno de Evas por las que sin duda mordería la manzana. Roberto me presentó a su grupo de amigos; los conoció en la preparatoria del Tec de Monterrey. Entre ellos estaba el sobrino del ex presidente Fox, un sujeto tranquilo y muy callado que estaba acompañado por su novia (una Eva de calificación 10; bien por él).
El ron nunca hizo falta en toda la noche. El lugar estaba lleno y ver bailar a todas esas Evas con sus vestidos reveladores fue un espectáculo. Lamentablemente, noté que —por lo menos en las mesas de alrededor— no había ningún tipo de interacción entre las personas. Todos ignoraban a todos, salvo para criticarse. Las mujeres se hablaban al oído cuando pasaba una Eva ajena a su grupo; los hombres, por su parte, miraban por encima del hombro a cada Adán que pasara cerca.
Durante el transcurso de la noche noté que cada grupo de amigos es una cápsula que nada en el mismo líquido musical pero que no se mezcla: mientras más elitista es el antro, menor es la posibilidad de interacción con nuevas personas; afortunadamente, a veces el alcohol, como excelente lubricante social, rompe esta regla… aunque esta vez no fue el caso.
Me sentía bien porque perdí la cuenta de las cubas que había bebido. Pero la maldita música del lugar era una patada en los huevos.
¿Por qué en los antros fresas ponen la música más naca? ¿Justicia poética? No sé, pero me resultaba irrisorio ver cómo a las cuatro de la madrugada, Evas y Adanes de la alta sociedad movían el culo al ritmo del nuevo hit de Gloria Trevi. De entre todas estas aberraciones musicales, que jamás tendrán cabida en mi iPod, llamó mi atención un tema llamado “Te voy a besar los ojos”, de Iskander. Todos la cantaban como un himno, de hecho el DJ bajaba el volumen en el coro y todo el antro la cantaba a capela.
Creo que mi hermano —un melómano que escucha desde jazz hasta Speed Metal— y yo éramos los únicos que no conocíamos esa canción. Y esta fue una de las pocas veces en las que estábamos orgullosos de nuestra ignorancia.
Todos cantaban: “… debes de cuidar tus labios rosas/que hoy van a besar si me provocas/te voy a besar los ojos/te voy a tomar del pelo/te voy a hacer llorar de un beso…”.
Perfecto, pensé, todos cantan y no se han dado cuenta que esta maldita canción, además de ser un pop horrendo —porque, aclaro, sí hay buen pop—, es una clara apología a una violación sexual: “si me provocas/te voy a tomar del pelo/te voy hacer llorar de un beso”. El mensaje subliminal de Gloria Trevi en los años noventa (“lo hiciste mal, tienes que obedecer”), era menos prosaico que este coro.
Al regresar al departamento, que afortunadamente estaba muy cerca del Pure, me sentía un poco derrotado. Salir sólo de un antro lleno de Evas que incitan a morder la manzana con sus cortas prendas siempre hace sentirse un poquito desgraciado. En ese momento, yo sabía que tenía que hacer algo para dejar de sentirme tan transitorio en esta vida, porque seguir viviendo en soledad durante la juventud, es una de las sensaciones más jodidas que conozco.
Ha amanecido completamente y el mar no deja de ejercer esta fuerte fascinación que he sentido por él desde pequeño. Cuando era niño, por ejemplo, creía que el cielo era el reflejo del mar: ambos azules durante el día y negros por la noche.
Me tranquiliza de sobremanera. Seguramente en alguna otra vida fui pez.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Junket/La Cicatriz de Angelina (segunda parte)


Justo afuera de la habitación, antes de entrevistar a Angelina Jolie, me repito en silencio que es sólo un humano más con el que tengo que hablar para cumplir con mi trabajo. Pero al entrar y verla —traje sastre negro y el cabello suelto— me doy cuenta que no es así, que no es una persona más porque su belleza es atípica e intimida. En ese momento entendí, pues tenía la evidencia frente a mí, por qué Brad Pitt no titubeó en pedirle el divorcio a Jennifer Aniston. ¿Qué hombre podría culparlo?
Me voy acercando a ella y siento como si hubiera electricidad en el aire. Me pongo nervioso y todo parece suceder de manera acelerada y lenta al mismo tiempo. Mi corazón late tan fuerte que tengo miedo que ella lo pueda escuchar.
Angelina me saluda y extiende su mano. Después se acerca a la barra, se sirve un jugo y me pregunta si me puede ofrecer algo de beber. Le digo que estoy bien y le doy las gracias.
Después, mientras camina al sillón para sentarse frente a mí e iniciar la entrevista, me pregunto por qué no acepté si tenía sed. Además, ¿cuando tendré la oportunidad de ser atendido por ella? Me arrepiento de no haberle dicho: “Sí, una coca, por favor”; o mejor aún: “Un whiskey en las rocas”.
Intento encender la grabadora y mientras lo hago, noto que mis manos tiemblan. Ella, claro, se da cuenta, y empiezo a sentir que mi cara está en llamas.
Me mira y sonríe. Estoy intimidado. Me repito que es sólo una mujer que todo el mundo conoce, que es humana y que yo también; y que lo único que necesito es tratarla como tal y olvidarme que es el ícono sexual de una generación y una de las estrellas más grandes del cine mundial.
Enciendo la grabadora y noto que está viendo mis manos.
—Esa cicatriz en tu dedo es interesante, ¿qué te pasó? —pregunta.
Le explico que cuando cumplí ocho años, mis papás me hicieron un pastel en forma de una campo de futbol y que al final de la fiesta tomé la navaja de afeitar de mi papá y empecé a decapitar a todos los futbolistas de plástico.
Sus ojos se hacen más grande cuando termino de contarle la anécdota de mi cicatriz. Ella se sorprende.
Perfecto, ahora va a pensar que la va a entrevistar un psicópata, me digo mentalmente. Después alzo los hombros y le comento: “Ya sabes, cosas de niños”. Y empieza a reír.
En la entrevista hablamos sobre los retos de interpretar a una madre que pierde a su hijo, sobre la experiencia de trabajar con el actor John Malkovich y el director Clint Eastwood.
Mientras charlamos, noto que antes de responder, Angelina me miraba a los ojos o bebe un poco mientras reflexiona. Su sencillez me sorprende, pues he conocido a mujeres —como la actriz que me bateó en el bar Malva hace unas semanas— que tienen más destellos de diva que ella.
Su personalidad me tranquiliza. Los veinte minutos de entrevista transcurrierren demasiado rápido. La representante entra a la habitación para avisarme que el tiempo se ha terminado.
Mientras Angelina y yo nos levantábamos de los sillones, pensé en tomarme una foto con ella.
Sin embargo, no me atreví y no por vergüenza personal, sino por pena laboral. Lo que pasa es que en estos dos años he tenido la oportunidad de entrevistar a muchos actores famosos y gente que en realidad admiro, pero siempre se me ha hecho poco profesional pedir autógrafos o fotos. Siento que le resta seriedad y objetividad a mi trabajo. No sé, puede sonar estúpido, pero así pienso.
(El único actor al que le he pedido un autógrafo, y que ni siquiera era para mí, fue a Forest Whitaker, ganador del Óscar como Mejor Actor por El Último Rey de Escocia.
Dos semanas antes de entrevistarlo había sido el cumpleaños de mi padre y yo, para no perder la costumbre, no me acordé. Mi papá es fanático del jazz y una de sus película favoritas es Bird, en la que Whitaker da vida al famosos saxofonista Charlie Parker; entonces, pensé que un buen regalo podría ser su autógrafo.
Al terminar la entrevista, le expliqué a Whitaker que había olvidado el cumpleaños de mi padre y que lo admiraba mucho. Él tomó la pluma y le deseó un feliz cumpleaños. Mi padre se puso feliz cuando se lo entregué).
No sé por qué, pero esta vez sí me atreví y le pedí un autógrafo a Angelina. Le expliqué que era la primera actriz a la que se lo pedía y ella sonrió tiernamente.
¿Estaría actuando o en realidad es así de cálida?
Al despedirnos volví a estrechar su mano y ella me dio las gracias. Al regresar a mi suite, el paisaje de Los Ángeles parecía un cuadro surrealista y yo me sentía un pincelazo afortunado en la imagen. Quería hablar con alguien y contarle, pero estaba solo. Destapé una Heineken, prendí un cigarro y empecé a contemplar el paisaje de Beverly Hills.
Pensé que algunos dirían que ya tenía una historia que contarle a mis hijos y nietos. Sin embargo, yo no quiero ser padre. Yo soy un niño y mi único propósito es criarme a mí mismo.
A mi regreso a la Ciudad de México, he repetido la historia bastantes veces. Mi familia y amigos me preguntan con fascinación. Todos quieren saber respecto a Angelina y, aunque me enorgullece haber tenido esta experiencia, no puedo evitar sentirme como un parásito que se alimenta de su fama, cada que hablo al respecto.
Y me pregunto si esta actitud mía es, en el fondo, envidia provocada por ser el anónimo que soy.
Como sea, creo que uno de mis amigos explicó de la mejor manera posible el hecho de que yo haya conocido a Angelina: “Wey, entrevistarla no es sólo una medalla laboral, es también una como hombre”.
Sí, tal vez mi amigo tiene razón. Ahora que veo en mi dedo índice la evidencia de ese profundo corte a los ocho años, pienso: "La cicatriz de Angelina, mi medalla".

viernes, 7 de noviembre de 2008

Junket (primera parte)

Entonces apareció mi nombre. Yo era parte de Hollywood,
aunque fuese por un pequeño instante.
Era culpable.


Charles Bukowski, Hollywood.

Uno de los placeres de ser reportero es que el-día-de-mañana siempre es un completo misterio.
Un día puedo estar en la redacción del periódico escribiendo notas de investigación —¡a contra-reloj!— y al siguiente puedo estar rumbo a Los Ángeles o Nueva York para entrevistar a algún actor o cineasta.
Es surrealista.
Hoy, por ejemplo, desperté en mi habitación y, sin embargo, dormiré en una suite del hotel Four Seasons de Beverly Hills porque mañana, a medio día, entrevistaré a Angelina Jolie.
Meses antes del estreno de una película, las productoras —20 th Century Fox, Paramount, Universal, etc.— invierten enormes cantidades de dinero para promocionar sus cintas. Invitan a periodistas de todo el mundo para ver su película y para entrevistar al elenco. Quieren publicitar su filme, que aunque es arte, finalmente, es un producto que debe venderse.
El nombre de esta estrategia comercial se llama press junket. Las productoras pagan el boleto de avión al lugar en el que se realizará el junket, te hospedan en el mejor hotel… en fin, todos los gastos corren por su cuenta, con el ¿velado? objetivo de comprarte.
Te hacen sentir importante; te instalan en una fantasía para que escribas maravillas del elenco. y su película.
Una vez, por ejemplo, asistí a un junket y cuando intenté hacer el check in en el Four Seasons de Beverly Hills, la concierge me dijo que 'sí, en efecto, mi reservación era en el Four Seasons ,pero de Whilshire' (el hotel de la película Mujer Bonita) y cuando estaba a punto de tomar un taxi, la concierge me dijo que ellos me llevaban: cinco minutos después, un Bentley Continental me esperaba afuera del hotel para llevarme.
Nuevamente estoy en Los Ángeles, es de noche y desde el piso 16, la vista es imponente. Esta ciudad me provoca fascinación y asco en la misma medida. Me encanta la energía que se siente en el aire, pero, por otro lado, me causa repulsión la completa superficialidad en la que viven sumergidos todos.
Mientras caminaba rumbo a la plaza The Grove, para ver la cinta que protagoniza Angelina Jolie, me encontraba en cada esquina con un Ferrari o un Porsche, y reflexioné profundamente al respeto. Llegué a la conclusión de que en el fondo, la superficialidad —los autos deportivos, en este caso— son una muestra de cuán primitivos seguimos siendo: los rituales de apareo siguen siendo los mismo aunque estén disfrazados de tecnología y sofisticación.
Si tomamos en cuenta que en esta época vivimos en un darwinismo social, los autos son el plumaje con el que se conquista a la hembra. Ahora, el macho alfa es el que tiene la cuenta bancaria más boyante; entonces, que las mujeres se sientan atraídas a sujetos ricos, va más allá del interés o el estatus; su inclinación hacia los hombres con billeteras abultadas tiene una raíz instintiva: el sentimiento de seguridad y preservación para ella y sus críos.
En conclusión, Los Ángeles es una jungla plagada de machos alfa en la que la competencia es sumamente salvaje, y eso es visible en el los autos de lujo que circulan sus calles plagadas de bellas hembras, a quienes sólo les hacen falta las alas —y quitarles las colas de diablos— para que sean divinas.
Es más de media noche, una amplia y solitaria cama me espera.
Miro mi vida en retrospectiva y me siento feliz de haber elegido esta carrera. Me gusta ser reportero porque si yo no pienso, entrevisto y escribo, no sé (no quiero) hacer nada más. Creo que una de las bellezas del periodismo es que, aunque muchas veces no da para vivir, es que, como el arte, ayuda a ser feliz.
Jamás imaginé que mi carrera fuera a despegar en tan poco tiempo y me siento afortunado por todos los lugares y personas interesantes que he conocido gracias a esta profesión. Sin embargo, cada vez me va tan bien —¿será porque veo muchas series dramáticas?—, pienso: ‘Esto no puede ser tan perfecto’. Y me espanta creer que una desgracia me espera a la vuelta de la esquina.
Esta suite es tan bella que me resulta triste dormir solo. Supongo que la fortuna, sin alguien con quien compartirla, es el estado más cercano a la pobreza sentimental.
Me pongo a pensar que mañana es la entrevista con Angelina Jolie y siento los mismos nervios y las mismas ansias de aquel que fui una noche antes de perder mi virginidad.

Continuará…

miércoles, 5 de noviembre de 2008

El Malva

En la juventud se soporta mal la soledad.
Manuel Pérez Subirana, Lo Importante es Perder.


Siempre he creído que las mejores fiestas son en jueves por la noche.
El hecho de que al día siguiente tengamos que trabajar o ir a la escuela, nos obliga a disfrutar al máximo, pues no hay nada peor que lamentarse —el viernes a medio día y crudo— por haber asistido a una fiesta aburrida o por no haber intentado ligarse a la más guapa.
En jueves, todos los animales nocturnos son temerarios.
Bueno, al menos eso quiero pensar. O tal vez, después de todo, esta teoría —que apunté en mi Moleskine en el baño del bar Malva, en la colonia Roma— sólo fue un pretexto para justificar mi actitud de la noche del jueves pasado.
A Edmundo le llegó la invitación para asistir a esta fiesta al mail del periódico porque un editor de la sección de cultura, que también es DJ, iba a tocar en el Malva.
Edmundo me explicó que era una fiesta por la inauguración de una página porno mexicana y que el código de vestimenta era ir como porno-star o con disfraz de Halloween.
Odio los disfraces, pues todo el tiempo intento simular que estoy feliz. Así que con mi sonrisa-disfraz pasé por Roberto, el relativamente nuevo reportero de la sección, y nos dirigimos al bar para encontrarnos ahí con otros amigos/as del periódico.
Dos horas después, ya dentro del Malva —paredes oscuras, pista con una jaula en el centro, música electrónica a todo volumen—, la multitud era un colage de tribus urbanas; su vestimenta era tan extravagante que me sentía anticuado con mis jeans y mi playera.
Mientras me explicaban que el evento esperado de la noche era una rifa patrocinada por el sexshop Erotika, en la que regalarían cualquier tipo de juguetes, una chica de peluca azul pasó varias veces frente a la mesa y nuestras miradas se cruzaron.
La fiesta se puso bastante gay. Había drag queens y sujetos que sólo portaban una especie de truza que sólo les tapaba los genitales y les dejaba las nalgas al aire; otros estaban en boxers y con botas altas, etc.
Sin embargo, las bellas amigas de los homosexuales también hicieron acto de presencia y, ¡gracias Halloween y gracias fiesta porno!, iban vestidas de enfermeras, mucamas, porristas, colegiales. Ustedes nombren la vestimenta de su fantasía y ahí había alguna retando los instintos básicos.
Después de admirar por minutos la pasarela de mujeres disfrazadas de porno-stars, Roberto notó que la mayoría de los novios o tipos que acompañaban a las guapas, eran —y tenía razón— güeyes que se veían en desventaja estética en comparación a sus acompañantes. O como dijo mi amigo: "Cabrones por los que no das un peso. Mira a ese gordo con la Porrista, mira a ese pelmazo con la Mucama, a ese nerd con la Enfermera...".
—¿Pero sabes por qué andan con ellas? —le pregunté.
Roberto negó con la cabeza.
—Por pendejos como nosotros que no les hablamos.
Frente a la barra, justo entre un transgénero de casi dos metros y un grupo de gays sin camisa, vi las piernas largas de la chica de peluca azul. Aunque mi cerveza estaba casi llena, me acerqué a la barra para pedir otra (pretexto de cobarde). Una vez en la barra podía ver la peluca azul con el rabo del ojo. Estaba a mi lado y me acobardé. Ni si quiera pude voltear a ver detenidamente su rostro. Lo único que conseguí fue tener dos cervezas frías en la mesa.
El bar cada vez estaba más lleno y eso complicaba la ruta al baño porque cada minuto había más gente sin ropa, y no precisamente mujeres guapas, en la pista. Mientras me aguantaba las ganas de orinar, una joven de abrigo negro fue detenida por una fotógrafa y cuando posó, abrió el abrigo y el flash iluminó su cuerpo y su lencería.
Supuse que era de esas mujeres que son tan bellas que intimidan y que, por ende, casi todo el tiempo están solas. Así que después de aliviar el dolor de mi vejiga y de otras cuatro cervezas, para agarrar valor, me acerqué a ella. Me dijo su nombre y que era actriz y edecán. Varios tipos me miraban mientras trataba entablar conversación con la actriz, que para este momento ya no tenía el abrigo.
Después de preguntarle a una mujer su nombre y si ella no te devuelve la pregunta, al menos por cortesía, eso significa que no quiere nada contigo.
Ella no me preguntó como me llamaba (¡hasta duele escribirlo!).
Durante esa corta conversación, que más bien parecía entrevista, pues yo preguntaba y ella se limitaba a contestar cual Diva del cine mexicano, me dijo que había protagonizado un cortometraje que lo habían trasmitido en Espacio 2007, la convención de estudiantes de comunicación organizada por Telerisa. La única pregunta que me hizo, en tono arrogante, fue “¿a poco no lo has visto?”.
Bueno, fue suficiente megalomanía por una noche, pensé, y dije adiós. Los sujetos de alrededor sonrieron cuando me despedí de ella y me vieron regresar derrotado, pero por supuesto, ninguno de ellos se acercó después de mí. El resto de la fiesta la vi bailando con su grupo de amigos gays de la manera más sensual para seguir siendo el centro de la fiesta.
Y jódanse si piensan que éste es un comentario de ardido, pero: con mejores he andado. Hace unos meses en Bogotá, bailaba rumba con una rubia —pechos firmes rellenos de silicón— que era exponencialmente más bella que esta actriz de cortometrajes de convenciones universitarias. He reflexionado mucho tiempo respecto a la petulancia de las mujeres bellas mexicanas y creo que ésta se debe a que no existe una competencia real. Aquí son tan pocas las mujeres guapas —en comparación con otros países— que por lo tanto el número de pretendientes que tienen las hacen sentirse sobrevalorados. Que se vayan a Colombia y ya verán.
(Sé que esta última párrafo acabo de ganarme un sin número de enemigas y, seguramente, muchos comentarios cuestionando mi apariencia y calidad como hombre, pero la verdad es que me importa un carajo.
Yo escribo esto para darme gusto a mí… y ya. ¿O a poco no recuerdan que soy un egoísta cínico?).
Pero volviendo a la crónica nocturna, debo narra que media hora después, en mi ruta al baño, mientras esquivaba torsos desnudos, me encontré de nuevo a la joven de peluca azul. Al estar a su lado le sonreí y le dije hola. Ella me dijo su nombre, pero por la maldita música no alcancé a escuchar.
—¿Con quién vienes? —casi le grité al oído.
Ella señaló a su amiga, a quien tomaba de la mano; alcé los hombro y puse cara de qué-bonita-estás-y-qué-lástima-que-vienes-con-tu-novia.
¡Strike dos de la noche!
Al regresar a la mesa, mi sorpresa fue que la Enfermera, que vi al principio, estaba a un costado de mis amigos. Le dije a Edmundo que tenía que presentármela. Ella, junto a sus dos amigas, la Arbitro y la Mucama, platicaban con otros dos sujetos.
La Enfermera dijo que ahora todos los hombres guapos eran gays. Edmundo aprovechó el comentario y le dijo que era cierto y le hizo un ademán como diciéndole mírame, soy la prueba de ello. Otro megalómano, pensé, pero me impresionó su seguridad.
Empezó a platicar con ellas y no tardó en sacar a flote que es reportero del periódico más elitista del país y le entregó su tarjeta de presentación.
Su grupo de amigos y el mío se mezclaron, como debería de suceder —no entiendo a la gente que no conoce nueva gente en los bares— y después de varias cervezas, muchas platica y fotos, terminé platicando con la Enfermera, quien, por cierto, me dijo que estudiaba medicina. Charlamos como quince minutos y cuando llegó el momento de irnos del bar, le dije que la quería volver a verla.
Después de invitarla a salir y pedirle su número telefónico, me dijo que no creía que a su novio le fuera a agradar eso.
—No importa, dame tú número y si quieres te marco cuando terminen.
No sé cómo se me ocurrió decir esta pendejada, pero lo cierto es que ella rió y me dijo: "Ok, apunta: 55-14…". De pronto sentí unas palmadas, nada amigables, sobre mi hombro. Era uno de sus amigos.
—Qué pasó aquí, ya estás acosando a mi amiga —me dijo el gordo al oído.
Es un país inseguro en el que vivimos y para qué arriesgarme a averiguar si este obeso era un simple ardido o un narcotraficante que no se iba a tentar el corazón para llenarme de plomo.
Eso sí, lo miré a lo ojos y le puse la sonrisa más cínica que me caracteriza.
Guardé el celular y abracé a la Enfermera para despedirme.
—Tu amigo ya se puso pendejo —le susurré al oído.
—Pero no vengo con él.
—No me quiero meter en problemas, si en serio quieres darme tu número mándale un correo a Edmundo, ¿va?
Al salir del bar, nos fumamos un cigarro y Edmundo me recordó que hace una semana hicimos dos años en el periódico.
—Let's hug it out, bitch —me dijo, haciendo referencia a una escena de la serie Entourage que tanto nos gusta.
Nos abrazamos. Después me dijo, como me lo ha repetido desde hace casi un mes, que tenemos un plática pendiente. Y sí, es cierto.

La cita del mes:

"Si me preocupara por lo que le interesa a la gente, nunca escribiría nada",

Charles Bukowski.