jueves, 25 de diciembre de 2008

Corazón de piedra

Sentía dentro de mí una odiosa mezcla de violencia,
agresividad, lujuria, sadismo y necesidad de alcohol.
Pero también sentía que mi corazón se endurecía.
Era lo que yo quería: tener un corazón de piedra.

Pedro Juan Gutiérrez, Carne de Perro.

De qué sirve una casa linda, minimalista, cuando todo está estático y el único indicio de vida y cariño proviene de mi perro Schnauzer, a quien aunque acaricio no puede entender que mi siento solo y que llevo horas esperando que suene el teléfono o, peor aún, conectado al Internet y aguardando inútilmente que alguien —mediante una charla virtual— me salve de este silencio que no hace más que subrayar la soledad de este 25 de diciembre.
Intenté autocomplacerme, pero caí en cuenta que hay que ser estúpio, como yo, verse en la necesiad de masturbarse con ayuda de un filme porno para así tratar de deslizarse de las garras de la soledad. No, no funionó.
Hace unas noches me sentí la persona más jodida de esta ciudad. Estaba solo en casa (mi prima ya se había ido de vacaciones para reunirse con nuestra familia en Chiapas) y padecía, sin duda, la peor gripa de mi vida; el maldito Afrín no funcionó y no podía respirar por ninguna de mis dos fosas nasales, por lo tanto mi garganta estaba lastimaba por todo el aire frío que recibía en cada bocanada. Sentía que los ojos me ardían mientras tiritaba de frío. En resumen: estaba jodido y solo, sin alguien que me pasara una maldita aspirina.
A media noche desperté temblando y empapado en sudor. Tenía 39.5 grados de temperatura y, prefiriendo una pulmonía a quedarme loco por los efectos de la fiebre, me di un baño de agua casi helada. Mientras el agua recorría mi espalda sentía cómo mi cuerpo se llenaba de furia. Tenía ganas de golpear algo o alguien. Tosía. Extrañaba a Paloma, pero me odiaba por eso. ¿Qué clase de persona era yo para necesitarla cuando peor me sentía y, sobre todo, después de haberle roto el corazón? Mientras sentía los latigazos del agua fría sobre mi cuerpo, deseaba poder abrazar a mi madre y llorar como niño.
De pronto me di unas cachetas mentales y me dije que ya estaba grandecito y que había cosas que un hombre tenía que atravesar solo.
Aquella experiencia, ahora viene a mí como pequeños flashbacks que no puedo acomodar en el tiempo y espacio; todos esos momentos han adquirido una especie de vaguedad. Como los traumas que la mente bloquea para que podamos seguir adelante con nuestras vidas.
Fue intenso, igual que el silencio que he soportado durante estas horas. Hoy, si fuera poeta, escribiría un soneto en el que la Navidad rimara con la palabra soledad.
Pero como no lo soy, me consuela emplear mi folosofía estoica y decirme a mí mismo que hay cosas que un hombre tiene que soportar.

martes, 16 de diciembre de 2008

El día D

El divorcio es la pérdida de la virginidad mental.
Frédéric Beigbeder, El Amor Dura Tres Años.

En un día como hoy, pero hace nueve años, mis padres se separaron después de un matrimonio de casi dos décadas y, desde ese momento, mi vida tomó un curso distinto.
Considerando que el divorcio es uno de los fenómenos que marcó a mi generación —y a muchos otras atrás—, supongo que soy un sujeto de lo más ordinario, pues, al igual que muchos otros millones, soy un producto más de esa camada que carga con el estigma que significa este fenómeno social y humano que ha hecho ricos a los abogados. Sin embargo, creo que superé este síndrome de hijo-de-padres-divorciados hace varios años. Pero en temporadas de unión familiar, como lo es la Navidad —aunque no soy religioso—, me resulta imposible no sentir nostalgia al notar que siempre hace falta una persona durante el brindis o al abrir lo regalos. Y, por supuesto, precisamente en esta fecha, también me resulta inevitable darme cuenta que hoy se cumple un aniversario más del fin de un ciclo que según la iglesia duraría toda la vida.
Vivíamos en San Cristóbal, pues tiempo atrás mi papá había decidió cambiar de trabajo y nos mudamos; sin embargo, mi padre —que ha sido ejemplar en casi todos los aspectos y lo admiro a pesar de sus errores— ya se mostraba frío con mi madre y sospechábamos que la razón era alguien más.
Mis recuerdos de ese triste día empiezan cuando hacía la maleta para irnos de vacaciones al pueblo en el que crecí. Hacía un tiempo frío que acentuaba el olor a madera de la casa que rentábamos. Estaba feliz porque dejaría San Cristóbal por tres semanas para ver a mis amigos que conozco desde el kinder (y con quienes aún sigo en contacto pues muchos de ellos viven en la Ciudad de México). Mi hermano Leandro y mi madre Luz también arreglaban su equipaje y sólo esperábamos que mi padre Rick regresara del trabajo para subir las maletas al auto. Cuando él por fin llegó, yo ni lo saludé por la emoción que significaba meter el equipaje cuanto antes al auto y largarnos de vacaciones. Al entrar a la sala, mi papá estaba callado y lo noté un poco más viejo. Mi madre nos preguntó si queríamos algo de comer antes de emprender el viaje. Los tres estábamos a punto de salir cuando mi papá, casi tétrico desde el rincón de un sofá, dijo esa frase que jamás olvidaré:
—Yo los llevo, pero me regreso. Ya no puedo más.
Aunque mi hermano y yo pusimos cara de signo de interrogación bastó el llanto de mi madre para encontrarle un significado inequívoco a esa oración lapidaria. Ella hablaba y lloraba, pero lo único que yo entendía eran sus lágrimas, ese lenguaje humano de la tristeza. Leandro y yo también empezamos a llorar (“Papi, no te vayas, no nos dejes.”). Yo lo odié en silencio. Los cuatro nos sentamos en la sala y durante horas tratamos de convencerlo de que cometía un error. Mi madre le pedía una explicación cuando de pronto mi hermano empezó a vomitar.
—Mira el daño que le estás causando a tus hijos, Rick —gritó mi madre, desesperada.
Él abrazó a Leandro y aunque tenía una cara de cárcel no derramó ni una lágrima (jamás lo he visto llorar). Mi madre, en un intento vano por salvar su dignidad —¿o qué se yo?— le dio una cachetada que se escuchó por toda la habitación. Ese fue la primera y última experiencia de violencia física que existió entre ellos. Fue triste ver cómo la desesperación y los planes rotos de mi madre tomaron forma de golpe que, en el fondo, decía auxilio, no me dejes.
Mi padre la abrazo y le dijo que lo sentía mucho y que lo perdonara, mientras ella lloraba en su hombro y se daba cuenta que el matrimonio no eran para siempre y que esa teoría ingenua que afirma que “si le das amor a alguien, te lo regresará de la misma manera” no era más que una tomada de pelo, una cláusula del karma que no aplica en las relaciones amorosas.
Mientras todo eso sucedía, de cierta manera me enfadó ver a mi padre tan ecuánime como siempre, tan cerebral; me hubiera gustado que al menos nos pidiera perdón de rodillas, carajo, para así perderle un poco el respeto. Pero no, él siempre desplegando su inteligencia emocional para tratar de reducir el impacto de sus acciones.
Claro, esto último lo comprendí hasta hace unos años, hasta que adquirí la madurez suficiente para entender todo el problema en su contexto y darme cuenta que ver a un hombre adulto patalear como niño es de lo más desesperanzador posible y que el papel de un hombre (de un padre) es mantenerse fuerte como un roble cuando embate la tormenta, pues si los retoños ven que el vendaval lo arranca, éstos crecerán con raíces débiles.
Y todo esto lo sé porque yo soy fuerte.
Lo más doloroso de que el matrimonio de mis padres se terminara es que, hasta antes de irnos a San Cristóbal, todo parecía perfecto: otras parejas veían a nuestra familia un arquetipo a seguir; entonces, que estuviéramos atrapados en la sala, con las narices rojas de tanto llorar, envueltos esa espiral de reproches, explicaciones y dudas que no parecía tener fin, significaba la fractura de todos los sueños y realidades en los que creía que estaban basados los mismísimos pilares de mi existencia. ¿Quién sería yo después de esa separación?
Mi madre no quería estar ni un solo minuto más en esa casa y acompañada por mi hermano fue en busca de un taxi que nos llevara hasta el pueblo en el que habíamos crecido. No recuerdo exactamente qué platicamos mi padre y yo cuando nos quedamos solos, pero seguramente fue alguna mierda así como:
—Totto, la separación entre tu madre y yo no va a afectar nuestra relación padre e hijo. Nos vamos a seguir viendo, simplemente las cosas van a ser un poco distintas.
Lo que en realidad deseaba es que tuviera los pantalones para aceptar que su decisión era motivada por otra mujer (confesión que muchos años después me ofreció al decirme “no nada más fue por ella (Ana); muchas otras cosas también influyeron, hijo.”). Sin embargo, en ese momento no me atreví a cuestionarlo.
La primera vez que Ana se apareció en nuestras vidas fue hace casi unos diez años. Llegó acompañada de uno de los mejores amigos de mi padre. Abrí la puerta y, sin saberlo, aquella noche dejé entrar al Caballo de Troya. Ana, graduada de Standford, estaba en el pueblo para hacer un estudio sociológico y, ja, jamás sospeché que mi familia y yo seríamos, en cierta medida, sus conejillos de indias.
Ana, al tener temas en común con mi padre como el hecho de haber estudiado en Estados Unidos —él es Lic. en Ciencias Políticas por la Universidad de Berkeley—, no tardaron en entablar empatía y por añadidura se hizo amiga de la familia. Llegó un momento, incluso, en el que Leandro y a mí nos agradaba su compañía y hasta nos hacía llorar cuando declamaba poemas. La verdad es que la queríamos un poco; no mucho. Después de un año, Ana empezó a radicar en San Cristóbal y mi padre inició durante los fines de semana un curso de especialización en esa misma ciudad. Y sí, en este caso, las coincidencias no existen, porque un año después mi padre consiguió trabajo como subdirector de un museo y nos mudamos.
Finalmente, mi madre y hermano regresaron pero sin el taxi, pero nos dijeron que ya era muy tarde y nos iríamos hasta la mañana siguiente. Leandro y yo dormimos en la misma cama abrazando a mi madre que no dejó de llorar toda la noche. Y yo me preguntaba: ¿estaría dormido mi padre sabiendo que sus hijos adolescentes trataban de consolar a la mujer que renunció a sus estudios y a tantas otras cosas más por casarse y darle un hijo? ¿Se estaría preguntando cómo sería su vida sin los pleitos cotidianos de Leandro y yo? ¿Cómo serían las Navidades y nuestros cumpleaños sin él? ¿O estaría preocupado por el dinero de la pensión que tendría que ceder? ¿En qué estará pensando ese hombre maduro que me resultaba tan extraño en esos momentos y al que quería moler a golpes por dañar de tal manera a mi madre que es más frágil que un pétalo congelado en hidrógeno?
A la mañana siguiente, el taxi llegó puntual y no recuerdo si cuando Leandro se despidió de papá lloró o si mi madre y él se dijeron algunas palabras en despedida, sólo recuerdo que hacía frío y el cielo era de un azul irreal. Al despedirme, le dije adiós y no lloré (casi nunca lo hago y, además, una noche antes había agotado mi reserva de lágrimas de los años por venir). Nos subimos al taxi y casi al salir de San Cristóbal, nos dimos cuenta que mi mamá había olvidado una maleta y tuvimos que regresar. Al llegar a la casa, vi por la ventana a mi padre. Estaba sentado, escuchando jazz y estúpidamente solo. Toqué la puerta y él se sorprendió al verme. Tomé el equipaje olvidado y le dije adiós. Al salir escuché claramente la trompeta de Miles Davis y pensé que lo único bueno de la separación es que dejaría de escuchar todas las mañanas ese género musical al que le terminé tomando manía porque mi padre lo escuchaba desde la mañana cuando preparaba el café; o sea que mi despertador durante casi dieciséis años de mi vida fueron Charlie Parker, Thelonious Monk, Charles Mingus y John Coltrane, entre muchos otros.
Han pasado los años y mi madre, tristemente, jamás se ha dado la oportunidad de intentarlo otra vez con alguien más. Supongo que quedó extremadamente dolida y prefiere pasar sus días en la oficina, encestando en los torneos de baloncestos del pueblo a los que se niega a renunciar a sus cincuenta años de edad, cuidando a mi abuela que tienen una salud inestable y regando su jardín que atesora como un museo lleno de rosas-Picasso, girasoles-Van Gohg y alcatraces-Dalí.
Mi padre jamás formalizó su relación con Ana y eventualmente se separaron; seguro el placer de la pasión prohibida era su único lazo... solo ellos saben. Ahora mi padre tiene lleva una relación de más de cuatro años con una señora de Nueva Orleans que vive con él en San Cristóbal y a quien mi hermano y yo apreciamos mucho.
Finalmente, a Leandro y a mí nos quedó más que claro que las relaciones no son para siempre, pero que no por eso nos vamos a privar de la alegría que brinda pensar que el amor, a veces, puede durar toda la vida.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Historia de amor lejano

El caso es que hay cosas que deben decirse
aun a riesgo de parecer patéticos.
Manuel Pérez Subirana, Lo Importante es Perder.

Mi primer recuerdo de Jenn se remonta cuando yo tenía siete años, tal vez.
Ahí estaba esa niña de ojos enormes en mi casa, pasando unos días con nosotros mientras sus padres intentaban arreglar sus diferencias maritales, mismas que concluyeron en un divorcio que provocó que Jenn se mudara a Tijuana con su madre y yo no la volviera a ver por más de una década.
Mientras estudiaba la universidad, regresé al pueblo de vacaciones y la novedad era Jenn; muchos querían andar con ella y no sólo porque fuera La Nueva, sino por su belleza rara. Yo siempre le dije que con esos ojos parecía una caricatura japonesa y ella reía tiernamente.
No sé si sepan, pero en los pueblos, el parque es el lugar en el que suceden las cosas y fue ahí en donde ella y yo nos volvimos a encontrar.
Pero aunque nuestras miradas se cruzaron, no fue hasta varios días después cuando innecesariamente alguien nos presentó.
Regresé a la Ciudad de México y Jenn y yo seguimos en contacto por Internet. Iniciamos una relación epistolar moderna que consistía en correos electrónicos diarios y largas charlas por teléfono que gradualmente fueron adquiriendo los matices de una hot line.
Nos volvimos a ver hasta mis siguientes vacaciones, cuatro meses después, en la navidad del 2004.
Recuerdo que desde la secundaria, muchos de mis amigos deseaban una mujer virgen de la misma manera en la que un cazador intenta colgar la cabeza de la gacela en la pared de su hogar.
Mi afán jamás fue ése. Para mí, el hecho de que una mujer estuviera dispuesta a compartir su cuerpo conmigo se me hacía un regalo suficientemente valioso y por eso no me obsesionaba por la virginidad-trofeo, como le pasaba a la mayoría de mis amigos.
Sin embargo (y jódanse si piensan que soy cursi), Jenn me regaló su virginidad y me hizo sentir el hombre más especial del mundo.
Nuestra relación intermitente, que jamás fue un noviazgo porque yo estaba empeñado en no tener una relación a distancia otra vez —dolido aún por la infidelidad de mi ex novia, quien me cambió por el primo de mi mejor amiga semanas después de irme a estudiar a la Ciudad de México— duró casi dos años.
Debido a la cercanía entre Jenn y yo, nuestras madres volvieron a entrar en contacto e incluso compartimos una Navidad juntos. Uno de mis mejores recuerdos fue despertar toda esa semana escuchando cantar a Jenn.
Durante esos días la felicidad parecía posible, pero yo me encargué de poner el mundo de cabeza y sabotear la belleza de nuestra historia: me encontré a mi ex novia en la calle, ella me invitó a subir a su auto y escribir lo que sucedió después resultaría una obviedad innecesaria. Naturalmente, como en todos los pueblos, el chisme corrió como pólvora y Jenn prefirió pasar los últimos días en casa de sus primas. Mi madre, muy apenada por lo que yo había hecho, me dijo que esa noche había escuchado llorar a Jenn.
La traición y el daño fue un peso que cargué durante mucho tiempo, y tal vez el karma sí existe (eso explicaría mi actual soledad de perro pateado). En fin, nos guste o no estás son las reglas del juego y de cualquier modo creo que vivimos inmersos en una cadena de desamor interminable, es decir: A ama a B, pero B no puede enamorarse de A porque desea a C, que a su vez no corresponde al amor de A porque quiere locamente a D. Así, la formula se reproduce hasta el infinito, pero siempre bajo un mismo denominador común (la infelicidad) y dos constantes (ser víctimas y victimarios).
Meses después, al enterarme que Jenn —en todo su derecho, claro— se había liado con un fotógrafo, amigo mío, que vivía en el Ciudad de México, caí en una depresión de cementerio.
¿Fue esta una revancha del destino o un mensaje hiriente de ella en el que me hacía saber que otra persona, que vivía en la misma ciudad que yo, sí tenía los pantalones para intentar una relación a distancia?
Me enteré que mi amigo se fue a Chiapas a verla cuando Jenn empezó a subir fotos que él le había tomado. Irracionalmente, sentí un embate de celos y me mordí el corazón porque pensaba que lo merecía.
Durante casi un año, ella y yo nos volvimos dos extraños nuevamente. Me costó mucho trabajo que me perdonara, pero ahora somos dos buenos amigos que hasta bromean con la posibilidad de compartir una vida juntos en el futuro.

Jenn dice:
Ando muy aburrida.
Totto dice:
Yo estoy muy feliz porque podré pasar el fin de año en Chiapas, con mi familia.
Jenn dice:
Que bueno, te envidio… Imagina que voy a tu casa el 31 por la noche (como cuando llegué de sorpresa a tu fiesta hace algunos años y pasamos toda la noche juntos).
Totto dice:
Creo que con una sorpresa así me pongo tan feliz que te planto un beso y después me disculpo.
Jenn dice:
¿Qué onda con tu comentario?
Totto dice:
Oye, soñar no cuesta nada. Por eso cuando tengamos 40 años te pediré que vivamos juntos. Podríamos tener una casa en San Cristóbal con un jardín grande y un huerto de tomates.
Jenn dice:
Todo suena bien, menos lo de los tomates.
Totto dice:
Bueno... un huerto de manzanas o de higos también puede funcionar.
Jenn dice:
Sí, algo más chic.
Totto dice:
Nos olvidaremos del auto y andaremos por todos lados en un motoneta.
Jenn dice:
¿Pero por qué motoneta?
Totto dice:
Ok, una bicicleta para no contaminar.
Jenn dice:
Ándale. Eso me agrada más.
Totto dice:
Te despertarás siempre oliendo el café hirviendo y escuchando mis sonidos torpes de cocinero malabarista mientras preparo el desayuno. Además, cuando haga frío te besaré los pies.
Jenn dice:
Suena interesante; sigue, ya me estás convenciendo.
Totto dice:
Ah, tendremos un perro labrador (y este punto no está a discusión).
Jenn dice:
¡Muy bien, siempre y cuando tú te hagas cargo! (y esto no es un comentario, sino una amenaza). ¿Pero dime qué más?
Totto dice:
En la casa no podrá faltar mi biblioteca llena de libros con olor a viejo. Ofreceremos comida y vino todos los fines de semana para nuestros amigos. Tu cantarás y yo tocaré la guitarra, y por las noches iremos a bailar y a escuchar música.
Jenn dice:
¡Oye, pero tú ya lo planeaste todo y ni me consultaste nada! ¿Qué tal si yo tengo otras cosas en mente? Nunca imaginaste que tal vez, por las noches, en vez de ir a un bar para escuchar blues o jazz, yo quiero hacer otras cosas?
Totto dice:
Ok, perdón. A tu favor me faltó decir que seré un mandilón enamorado que hará caso a todo lo que tú digas. Serás la dueña del control remoto y podrás ducharte primero que yo. También lavaré los platos y fregaré los pisos mientras me contemplas sonriente desde la sala.
Jenn dice:
Perfecto, pero todo eso lo tendrás que hacerlo en calzones, ja. No, para nada, no me creas. Lo único que me gustaría es ducharme después que tú: sabes que soy muy floja y, además, me gusta que el baño ya esté calientito. Eso te lo voy a gradecer mucho.
Totto dice:
¿Y cómo?
Jenn dice:
Como yo crea conveniente.
Totto dice:
¿Te parece bien con postres caseros?
Jenn dice:
Sí, postres hechos con mucho amor (entre otras cosas).
Totto dice:
Perfecto, te adelanto que me gusta el chocolate líquido (si entiendes lo que digo).
Jenn dice:
(Entiendo perfectamente).
Totto dice:
Ok, no hay duda: somos el uno para el otro. Nos vemos cuando cumplamos 40 años.
Jenn dice:
Hasta entonces.

martes, 9 de diciembre de 2008

El destino es un pésimo guionista


Mi emoción por ella puede más que mi temor al ridículo.

Jaime Bayly, Yo amo a mi mami.

Nuevamente estoy desayunando en el aeropuerto —esperando mi vuelo a Los Ángeles—, en el mismo restaurante y en la misma mesa. Lo hago automáticamente, sin meditar un segundo el porqué de esta acción tan rutinaria. Tal vez el hecho de que en la puerta me saluden por mi nombre y me pregunten si deseo la misma mesa de siempre me haga sentir un poco menos solitario.
…después de pasar varios minutos contemplando el ritmo de los viajeros desde la terraza del segundo piso de este restaurante, he recordado a Fía, a quien conocí meses atrás en el aeropuerto J.F. Kennedy de Nueva York.
Aunque hay muchos matices, al final, para mí sólo existen dos tipos de mujeres: 1) aquellas a las que veo y siento la necesidad de arrancarles la ropa y 2) esa rara clase con la que experimento la urgencia de que me abracen tiernamente. Con este último tipo de mujer es con la que me gustaría compartir mi corazón, y Fía pertenece a este raro canon.
La vi por primera vez cuando ambos estábamos formados en la fila para documentar el equipaje. Me llamó la atención su rostro inocente —irradiaba pureza— y sentí como si mi cuerpo fuera recorrido por una descarga eléctrica, como si todas mis venas fueran pequeños relámpagos que centellaron al unísono.
Después de recibir mi pase de abordar, le dediqué una última mirada. Muy bien, Totto, otra mujer linda que jamás volverás a ver, pensé. Ingresé a la sala de espera y para matar tiempo me tomé una cerveza en la barra de un restaurante. Mientras miraba a la gente de mi alrededor, pensaba en todos esos rostros que jamás volvería a ver en mi vida.
Por momentos me entretenía inventando historias; por ejemplo, inspirado en la dama que estaba un costado mío, me narraba mentalmente la historia de una mujer recién divorciada que viajaba para reencontrarse con el amor de su juventud. Así estaba, perdido en mis ejercicios de escritor aún no publicado, cuando la volví a ver caminando por uno de los pasillos. Todo mi instinto me obligaba a pararme y a tratar de conversar con ella, pero me acobardé. (Siempre lo mismo, ¿de donde nacía ese pánico que me provoca la simple idea del rechazo?).
Al llegar a la sala de abordar eché un vistazo periférico para buscar el lugar con menos gente a la redonda. Casi al fondo, en una esquina, ahí estaba ella una vez más. Esta vez me armé de valor y me acerqué. La saludé y para mi fortuna, ella respondió amablemente y me dijo cómo se llamaba.
Durante la charla me platicó que regresaba de Montreal porque había visitado a su hermana durante el verano. Fía me preguntó el porqué de mi viaje y le conté que era reportero y que había estado en Nueva York para entrevistar a unos actores, justo después me dio un poco de pena haberle dicho eso porque seguramente soné bastante pretencioso.
Al escucharla hablar me emocionaba pensar que, tal vez, podría invitarla a salir cuando estuviéramos en la Ciudad de México, pero esa fantasía se desvaneció rápidamente cuando me dijo —estocada artera a mi alma soñadora— que era de Guadalajara.
Platicamos sobre trivialidades algunos momentos. Me confesó que odiaba el asiento de la ventanilla y el de en medio porque no le gustaba molestar a las personas cuando tenía que pararse. Me pareció chistoso, pues a mí me encanta sentarme en la ventanilla porque, además de tener el costado del avión para apoyar mi cabeza mientras pienso o duermo, me agrada —pequeña travesura mía— molestar a la gente cuando me paro.
Una vez en el avión, Fía estaba sentada a tan sólo dos filas delante de mí, justo pegada a la ventanilla. La puerta del avión se cerró y yo era el único sentado en al fila. Empecé a idear cómo invitarla para que se sentara junto a mí, quería que se me ocurriera una frase encantadora, como de alguna película de Cameron Crowe (algo al estilo Jerry Maguire), pero después de unos minutos tratando de idear una manera original de decirle “¿te gustaría sentarte a mi lado?”, —brillante escritor que soy— no se me ocurrió nada. Sin embargo, a pesar de mi torpeza como seductor, estaba decidido a invitarla. Pero no hizo falta, ella me vio y, al notar que era el único de la fila, me hizo una ademán vago como preguntándome ¿me pudo sentar ahí? No recuerdo si le dije que sí verbalmente o sólo asentí con la cabeza, pero seguro sonreí.
Las cuatro horas y media de vuelo se me hicieron cortas. Hablamos de todos los temas que la gente toca cuando se conoce. Ella me resumió su vida y yo hice lo mismo, y hasta resultó que su poeta favorito era Jaime Sabines. Hablamos un poco de poesía. Eso fue droga dura para mi espíritu. Pero esto tiene que ser una señal, pensé.
Siempre que viajaba tenía la esperanza de conocer a una mujer interesante y bella de la cual pudiera enamorarme después, para así tener una espléndida anécdota que contar cuando la gente nos preguntara y “¿ustedes cómo se conocieron?”.
Desafortunadamente, siempre, pero siempre, me tocaban señoras que seguro me veían cara de psicólogo porque me contaban sus problemas existenciales. Me tocó desde una hippie canadiense que me propuso escribir una novela epistolar juntos, hasta una madre que temía que su hijo se convierta en un psicópata porque prendió en llamas al hamster de su vecino.
Pero parecía que mi fortuna había cambiado. En algún momento del trayecto, Fía se paró para ir al tocador y, en un impulso romántico, le escribí un pequeño poema de Gustavo Adolfo Bécquer (“Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo; por un beso... yo no sé qué te diera por un beso”), le puse mi nombre para que supiera que había sido yo y metí la hoja en una de las bolsas de la maleta en la que transportaba su computadora. Cuando regresó, me ponía de nervios imaginar que pudiera encontrar el poema en cualquier momento; sin embargo, también me gustaba pensar que en el futuro, por coincidencia, encontraría esos versos y se acordaría de mí y, con suerte, le arrancaría una sonrisa.
Minutos antes de que se terminara el único vuelo que hubiera querido que durara más, intercambiamos nuestros correos electrónicos. Una vez en el aeropuerto, Fía —que tenía que tomar otro avión a Guadalajara— se despidió y yo no pude evitar darle un pequeño abrazo después de besar su mejilla. Le dije que había sido un placer y al alejarme sentí una nostalgia por todo aquello que no podría ser. Conocerla en de esa manera tan fílmica se me hizo una mala pasada del destino, casi como un guión bíblico: mira la bella manzana que vive en otra ciudad.
Pero como si esta historia real fuera el segundo capítulo de una novela, o la segunda temporada de una serie, debo narrar que hace unos días fui a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y la vi.
Me costaba trabajo pensar que no tenía novio y suponía que inventaría cualquier excusa para decirme que no podría verme, pero para desbaratar mi pesimismo, ella apareció sonriente, acompañada por su hermana. Se veía lindísima y yo fatal porque una noche antes me fui de fiesta y sólo me dio tiempo de pasar a mi casa por la maleta e irme al aeropuerto. Supongo que mis de-por-sí ojos tristes habían adquirido un aire depresivo-suicida por tantas horas de desvelo.
Le presenté rápidamente a mis amigos y durante dos horas estuvimos sentados a escasos centímetros escuchando una entrevista que le hacía Carmen Aristegui al filósofo y escritor Fernando Savater, quien hablaba sobre la felicidad y la imposibilidad que implica alcanzarla, pues ésta significa un estado absoluto, permanente, en el que seríamos invulnerables en todo momento y eso no es factible por nuestra condición humana y otros miles de factores que trae consigo el día a día. Entonces, decía, que lo mejor era tratar de alcanzar la alegría con la mayor frecuencia posible, pero que para eso era necesario ser protagonistas de nuestras vidas.
Entonces, por la noche, mientras acompañaba a Fía de regreso a su auto, me preguntaba cuál sería la mejor manera de decirle todo lo que me hacía sentir, pero después pensé que no tendría caso hacer el intento porque vivimos en ciudades distintas y concluí que sería mejor ahorrarle a ella y a mí una situación incómoda.
Pero cuando nos despedimos, y ella me dio la espalda para abrir la puerta de su auto, me invadió un ataque de protagonismo auspiciado por Fernando Savater, y la llamé.
Ella se giró y me vio. Le dije —aunque seguro ya sabía— que sentía una “atracción muy fuerte hacia ella”… y ahora que lo recuerdo y lo narro se me ocurren muchas y mejores maneras de decirle lo mismo pero sin sonar como científico enamorado con aspiraciones a poeta.
¿Qué fue eso de una “atracción muy fuerte”? ¡Así se expresan los astrónomos cuando hablan de la gravedad y los cuerpos celestes!
En fin… entonces, cuando terminé mi corta declaración científica, sentí que el tiempo se dilató como si fuera un metal bajo el sol. Fía, amablemente me dijo que para ella yo era una persona especial por las circunstancias en que nos conocimos y que me apreciaba mucho, etc.
Su gentileza me lastimaba, sus palabras las sentía como un premio de consolación.
Cuando terminó le dije que entendía y no recuerdo si nos despedimos otra vez, pero tomé rumbo al bar en donde estaban mis amigos. En el camino, encendí un cigarrillo y pensé que si esto fuera una película romántica, ella regresaría y yo correría a abrazarla, mientras sonaba “What a Wonderful World”, de Louis Armstrong, como música de fondo; pero no, esto no es el cine, sino La Vida y Fía no regresó y yo, mientras fumaba lentamente, miré el cielo y pensé que, después de todo, nada es importante porque somos minúsculos y transitorios (¡ah, después esta escena me merezco el Emmy a Mejor Actor Dramático!).
Al regresar a la mesa con mis amigos, lo único que me consoló fue la idea de que salí del bar como un extra de una película romántica y regresé interpretando al protagonista nostálgico que casi siempre he sido, pero a pesar del final tan poco climático, lo importante de esta situación era que a la mañana siguiente tendría la tranquilidad de, al menos, haberlo intentado.
Me puse a beber y, mientras mis amigos bailaban, fui al baño para escribir a escondidas en mi libretita Moleskine que “el destino, como guionista, a veces no escribe las mejores historias”.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Seguramente, en otra vida, fui pez


Siempre lo digo: un hombre sin mujer es un desastre total.


Pedro Juan Gutiérrez, Anclado en Tierra de Nadie.

Lo que más disfruto de estar sentado sobre la arena, mientras contemplo la inmensidad del mar, es que éste siempre pone en perspectiva mis problemas existenciales: mi amor y odio por el dinero y la superficialidad; las mujeres que deseo y no tengo; y, sobre todo, esta necesidad mía de estar siempre en defensiva frente a la vida.
El paisaje que contemplo hoy —lunes 17 de noviembre, 6:30 am— me obliga a recordar que la última vez que estuve en Acapulco, Paloma y yo vimos juntos el amanecer. Caminamos de la mano, en silencio, mientras nuestros pies se lavaban con el agua del mar. No hacía falta decir nada entre nosotros, ese pequeño instante de felicidad era subrayada por nuestro silencio.
Sentía que ese momento justificaba mi vida; sin embargo, eso fue hace casi un año. Además, yo soy un absurdo: en pareja me asfixio; sólo me deprimo.
En eso pensaba cuando apareció un grupo de trasnochados camino a su hotel, aún con los vasos en la mano. Parece que se sorprendieron al verme. ¿Habrán creído que era producto de su borrachera ese sujeto que escribía en una MacBook, en la playa, cuando a penas salía el sol?
Aunque Acapulco, en los puentes, está atascado de chilangos, siempre hace bien salir de la ciudad y experimentar una energía distinta.
El sábado por la noche quedé de verme con Roberto, el otro reportero de la revista, en un antro llamado Pure. Después de trecientos pesos de cover, las puertas del paraíso se abrieron y éste estaba lleno de Evas por las que sin duda mordería la manzana. Roberto me presentó a su grupo de amigos; los conoció en la preparatoria del Tec de Monterrey. Entre ellos estaba el sobrino del ex presidente Fox, un sujeto tranquilo y muy callado que estaba acompañado por su novia (una Eva de calificación 10; bien por él).
El ron nunca hizo falta en toda la noche. El lugar estaba lleno y ver bailar a todas esas Evas con sus vestidos reveladores fue un espectáculo. Lamentablemente, noté que —por lo menos en las mesas de alrededor— no había ningún tipo de interacción entre las personas. Todos ignoraban a todos, salvo para criticarse. Las mujeres se hablaban al oído cuando pasaba una Eva ajena a su grupo; los hombres, por su parte, miraban por encima del hombro a cada Adán que pasara cerca.
Durante el transcurso de la noche noté que cada grupo de amigos es una cápsula que nada en el mismo líquido musical pero que no se mezcla: mientras más elitista es el antro, menor es la posibilidad de interacción con nuevas personas; afortunadamente, a veces el alcohol, como excelente lubricante social, rompe esta regla… aunque esta vez no fue el caso.
Me sentía bien porque perdí la cuenta de las cubas que había bebido. Pero la maldita música del lugar era una patada en los huevos.
¿Por qué en los antros fresas ponen la música más naca? ¿Justicia poética? No sé, pero me resultaba irrisorio ver cómo a las cuatro de la madrugada, Evas y Adanes de la alta sociedad movían el culo al ritmo del nuevo hit de Gloria Trevi. De entre todas estas aberraciones musicales, que jamás tendrán cabida en mi iPod, llamó mi atención un tema llamado “Te voy a besar los ojos”, de Iskander. Todos la cantaban como un himno, de hecho el DJ bajaba el volumen en el coro y todo el antro la cantaba a capela.
Creo que mi hermano —un melómano que escucha desde jazz hasta Speed Metal— y yo éramos los únicos que no conocíamos esa canción. Y esta fue una de las pocas veces en las que estábamos orgullosos de nuestra ignorancia.
Todos cantaban: “… debes de cuidar tus labios rosas/que hoy van a besar si me provocas/te voy a besar los ojos/te voy a tomar del pelo/te voy a hacer llorar de un beso…”.
Perfecto, pensé, todos cantan y no se han dado cuenta que esta maldita canción, además de ser un pop horrendo —porque, aclaro, sí hay buen pop—, es una clara apología a una violación sexual: “si me provocas/te voy a tomar del pelo/te voy hacer llorar de un beso”. El mensaje subliminal de Gloria Trevi en los años noventa (“lo hiciste mal, tienes que obedecer”), era menos prosaico que este coro.
Al regresar al departamento, que afortunadamente estaba muy cerca del Pure, me sentía un poco derrotado. Salir sólo de un antro lleno de Evas que incitan a morder la manzana con sus cortas prendas siempre hace sentirse un poquito desgraciado. En ese momento, yo sabía que tenía que hacer algo para dejar de sentirme tan transitorio en esta vida, porque seguir viviendo en soledad durante la juventud, es una de las sensaciones más jodidas que conozco.
Ha amanecido completamente y el mar no deja de ejercer esta fuerte fascinación que he sentido por él desde pequeño. Cuando era niño, por ejemplo, creía que el cielo era el reflejo del mar: ambos azules durante el día y negros por la noche.
Me tranquiliza de sobremanera. Seguramente en alguna otra vida fui pez.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Junket/La Cicatriz de Angelina (segunda parte)


Justo afuera de la habitación, antes de entrevistar a Angelina Jolie, me repito en silencio que es sólo un humano más con el que tengo que hablar para cumplir con mi trabajo. Pero al entrar y verla —traje sastre negro y el cabello suelto— me doy cuenta que no es así, que no es una persona más porque su belleza es atípica e intimida. En ese momento entendí, pues tenía la evidencia frente a mí, por qué Brad Pitt no titubeó en pedirle el divorcio a Jennifer Aniston. ¿Qué hombre podría culparlo?
Me voy acercando a ella y siento como si hubiera electricidad en el aire. Me pongo nervioso y todo parece suceder de manera acelerada y lenta al mismo tiempo. Mi corazón late tan fuerte que tengo miedo que ella lo pueda escuchar.
Angelina me saluda y extiende su mano. Después se acerca a la barra, se sirve un jugo y me pregunta si me puede ofrecer algo de beber. Le digo que estoy bien y le doy las gracias.
Después, mientras camina al sillón para sentarse frente a mí e iniciar la entrevista, me pregunto por qué no acepté si tenía sed. Además, ¿cuando tendré la oportunidad de ser atendido por ella? Me arrepiento de no haberle dicho: “Sí, una coca, por favor”; o mejor aún: “Un whiskey en las rocas”.
Intento encender la grabadora y mientras lo hago, noto que mis manos tiemblan. Ella, claro, se da cuenta, y empiezo a sentir que mi cara está en llamas.
Me mira y sonríe. Estoy intimidado. Me repito que es sólo una mujer que todo el mundo conoce, que es humana y que yo también; y que lo único que necesito es tratarla como tal y olvidarme que es el ícono sexual de una generación y una de las estrellas más grandes del cine mundial.
Enciendo la grabadora y noto que está viendo mis manos.
—Esa cicatriz en tu dedo es interesante, ¿qué te pasó? —pregunta.
Le explico que cuando cumplí ocho años, mis papás me hicieron un pastel en forma de una campo de futbol y que al final de la fiesta tomé la navaja de afeitar de mi papá y empecé a decapitar a todos los futbolistas de plástico.
Sus ojos se hacen más grande cuando termino de contarle la anécdota de mi cicatriz. Ella se sorprende.
Perfecto, ahora va a pensar que la va a entrevistar un psicópata, me digo mentalmente. Después alzo los hombros y le comento: “Ya sabes, cosas de niños”. Y empieza a reír.
En la entrevista hablamos sobre los retos de interpretar a una madre que pierde a su hijo, sobre la experiencia de trabajar con el actor John Malkovich y el director Clint Eastwood.
Mientras charlamos, noto que antes de responder, Angelina me miraba a los ojos o bebe un poco mientras reflexiona. Su sencillez me sorprende, pues he conocido a mujeres —como la actriz que me bateó en el bar Malva hace unas semanas— que tienen más destellos de diva que ella.
Su personalidad me tranquiliza. Los veinte minutos de entrevista transcurrierren demasiado rápido. La representante entra a la habitación para avisarme que el tiempo se ha terminado.
Mientras Angelina y yo nos levantábamos de los sillones, pensé en tomarme una foto con ella.
Sin embargo, no me atreví y no por vergüenza personal, sino por pena laboral. Lo que pasa es que en estos dos años he tenido la oportunidad de entrevistar a muchos actores famosos y gente que en realidad admiro, pero siempre se me ha hecho poco profesional pedir autógrafos o fotos. Siento que le resta seriedad y objetividad a mi trabajo. No sé, puede sonar estúpido, pero así pienso.
(El único actor al que le he pedido un autógrafo, y que ni siquiera era para mí, fue a Forest Whitaker, ganador del Óscar como Mejor Actor por El Último Rey de Escocia.
Dos semanas antes de entrevistarlo había sido el cumpleaños de mi padre y yo, para no perder la costumbre, no me acordé. Mi papá es fanático del jazz y una de sus película favoritas es Bird, en la que Whitaker da vida al famosos saxofonista Charlie Parker; entonces, pensé que un buen regalo podría ser su autógrafo.
Al terminar la entrevista, le expliqué a Whitaker que había olvidado el cumpleaños de mi padre y que lo admiraba mucho. Él tomó la pluma y le deseó un feliz cumpleaños. Mi padre se puso feliz cuando se lo entregué).
No sé por qué, pero esta vez sí me atreví y le pedí un autógrafo a Angelina. Le expliqué que era la primera actriz a la que se lo pedía y ella sonrió tiernamente.
¿Estaría actuando o en realidad es así de cálida?
Al despedirnos volví a estrechar su mano y ella me dio las gracias. Al regresar a mi suite, el paisaje de Los Ángeles parecía un cuadro surrealista y yo me sentía un pincelazo afortunado en la imagen. Quería hablar con alguien y contarle, pero estaba solo. Destapé una Heineken, prendí un cigarro y empecé a contemplar el paisaje de Beverly Hills.
Pensé que algunos dirían que ya tenía una historia que contarle a mis hijos y nietos. Sin embargo, yo no quiero ser padre. Yo soy un niño y mi único propósito es criarme a mí mismo.
A mi regreso a la Ciudad de México, he repetido la historia bastantes veces. Mi familia y amigos me preguntan con fascinación. Todos quieren saber respecto a Angelina y, aunque me enorgullece haber tenido esta experiencia, no puedo evitar sentirme como un parásito que se alimenta de su fama, cada que hablo al respecto.
Y me pregunto si esta actitud mía es, en el fondo, envidia provocada por ser el anónimo que soy.
Como sea, creo que uno de mis amigos explicó de la mejor manera posible el hecho de que yo haya conocido a Angelina: “Wey, entrevistarla no es sólo una medalla laboral, es también una como hombre”.
Sí, tal vez mi amigo tiene razón. Ahora que veo en mi dedo índice la evidencia de ese profundo corte a los ocho años, pienso: "La cicatriz de Angelina, mi medalla".

viernes, 7 de noviembre de 2008

Junket (primera parte)

Entonces apareció mi nombre. Yo era parte de Hollywood,
aunque fuese por un pequeño instante.
Era culpable.


Charles Bukowski, Hollywood.

Uno de los placeres de ser reportero es que el-día-de-mañana siempre es un completo misterio.
Un día puedo estar en la redacción del periódico escribiendo notas de investigación —¡a contra-reloj!— y al siguiente puedo estar rumbo a Los Ángeles o Nueva York para entrevistar a algún actor o cineasta.
Es surrealista.
Hoy, por ejemplo, desperté en mi habitación y, sin embargo, dormiré en una suite del hotel Four Seasons de Beverly Hills porque mañana, a medio día, entrevistaré a Angelina Jolie.
Meses antes del estreno de una película, las productoras —20 th Century Fox, Paramount, Universal, etc.— invierten enormes cantidades de dinero para promocionar sus cintas. Invitan a periodistas de todo el mundo para ver su película y para entrevistar al elenco. Quieren publicitar su filme, que aunque es arte, finalmente, es un producto que debe venderse.
El nombre de esta estrategia comercial se llama press junket. Las productoras pagan el boleto de avión al lugar en el que se realizará el junket, te hospedan en el mejor hotel… en fin, todos los gastos corren por su cuenta, con el ¿velado? objetivo de comprarte.
Te hacen sentir importante; te instalan en una fantasía para que escribas maravillas del elenco. y su película.
Una vez, por ejemplo, asistí a un junket y cuando intenté hacer el check in en el Four Seasons de Beverly Hills, la concierge me dijo que 'sí, en efecto, mi reservación era en el Four Seasons ,pero de Whilshire' (el hotel de la película Mujer Bonita) y cuando estaba a punto de tomar un taxi, la concierge me dijo que ellos me llevaban: cinco minutos después, un Bentley Continental me esperaba afuera del hotel para llevarme.
Nuevamente estoy en Los Ángeles, es de noche y desde el piso 16, la vista es imponente. Esta ciudad me provoca fascinación y asco en la misma medida. Me encanta la energía que se siente en el aire, pero, por otro lado, me causa repulsión la completa superficialidad en la que viven sumergidos todos.
Mientras caminaba rumbo a la plaza The Grove, para ver la cinta que protagoniza Angelina Jolie, me encontraba en cada esquina con un Ferrari o un Porsche, y reflexioné profundamente al respeto. Llegué a la conclusión de que en el fondo, la superficialidad —los autos deportivos, en este caso— son una muestra de cuán primitivos seguimos siendo: los rituales de apareo siguen siendo los mismo aunque estén disfrazados de tecnología y sofisticación.
Si tomamos en cuenta que en esta época vivimos en un darwinismo social, los autos son el plumaje con el que se conquista a la hembra. Ahora, el macho alfa es el que tiene la cuenta bancaria más boyante; entonces, que las mujeres se sientan atraídas a sujetos ricos, va más allá del interés o el estatus; su inclinación hacia los hombres con billeteras abultadas tiene una raíz instintiva: el sentimiento de seguridad y preservación para ella y sus críos.
En conclusión, Los Ángeles es una jungla plagada de machos alfa en la que la competencia es sumamente salvaje, y eso es visible en el los autos de lujo que circulan sus calles plagadas de bellas hembras, a quienes sólo les hacen falta las alas —y quitarles las colas de diablos— para que sean divinas.
Es más de media noche, una amplia y solitaria cama me espera.
Miro mi vida en retrospectiva y me siento feliz de haber elegido esta carrera. Me gusta ser reportero porque si yo no pienso, entrevisto y escribo, no sé (no quiero) hacer nada más. Creo que una de las bellezas del periodismo es que, aunque muchas veces no da para vivir, es que, como el arte, ayuda a ser feliz.
Jamás imaginé que mi carrera fuera a despegar en tan poco tiempo y me siento afortunado por todos los lugares y personas interesantes que he conocido gracias a esta profesión. Sin embargo, cada vez me va tan bien —¿será porque veo muchas series dramáticas?—, pienso: ‘Esto no puede ser tan perfecto’. Y me espanta creer que una desgracia me espera a la vuelta de la esquina.
Esta suite es tan bella que me resulta triste dormir solo. Supongo que la fortuna, sin alguien con quien compartirla, es el estado más cercano a la pobreza sentimental.
Me pongo a pensar que mañana es la entrevista con Angelina Jolie y siento los mismos nervios y las mismas ansias de aquel que fui una noche antes de perder mi virginidad.

Continuará…

miércoles, 5 de noviembre de 2008

El Malva

En la juventud se soporta mal la soledad.
Manuel Pérez Subirana, Lo Importante es Perder.


Siempre he creído que las mejores fiestas son en jueves por la noche.
El hecho de que al día siguiente tengamos que trabajar o ir a la escuela, nos obliga a disfrutar al máximo, pues no hay nada peor que lamentarse —el viernes a medio día y crudo— por haber asistido a una fiesta aburrida o por no haber intentado ligarse a la más guapa.
En jueves, todos los animales nocturnos son temerarios.
Bueno, al menos eso quiero pensar. O tal vez, después de todo, esta teoría —que apunté en mi Moleskine en el baño del bar Malva, en la colonia Roma— sólo fue un pretexto para justificar mi actitud de la noche del jueves pasado.
A Edmundo le llegó la invitación para asistir a esta fiesta al mail del periódico porque un editor de la sección de cultura, que también es DJ, iba a tocar en el Malva.
Edmundo me explicó que era una fiesta por la inauguración de una página porno mexicana y que el código de vestimenta era ir como porno-star o con disfraz de Halloween.
Odio los disfraces, pues todo el tiempo intento simular que estoy feliz. Así que con mi sonrisa-disfraz pasé por Roberto, el relativamente nuevo reportero de la sección, y nos dirigimos al bar para encontrarnos ahí con otros amigos/as del periódico.
Dos horas después, ya dentro del Malva —paredes oscuras, pista con una jaula en el centro, música electrónica a todo volumen—, la multitud era un colage de tribus urbanas; su vestimenta era tan extravagante que me sentía anticuado con mis jeans y mi playera.
Mientras me explicaban que el evento esperado de la noche era una rifa patrocinada por el sexshop Erotika, en la que regalarían cualquier tipo de juguetes, una chica de peluca azul pasó varias veces frente a la mesa y nuestras miradas se cruzaron.
La fiesta se puso bastante gay. Había drag queens y sujetos que sólo portaban una especie de truza que sólo les tapaba los genitales y les dejaba las nalgas al aire; otros estaban en boxers y con botas altas, etc.
Sin embargo, las bellas amigas de los homosexuales también hicieron acto de presencia y, ¡gracias Halloween y gracias fiesta porno!, iban vestidas de enfermeras, mucamas, porristas, colegiales. Ustedes nombren la vestimenta de su fantasía y ahí había alguna retando los instintos básicos.
Después de admirar por minutos la pasarela de mujeres disfrazadas de porno-stars, Roberto notó que la mayoría de los novios o tipos que acompañaban a las guapas, eran —y tenía razón— güeyes que se veían en desventaja estética en comparación a sus acompañantes. O como dijo mi amigo: "Cabrones por los que no das un peso. Mira a ese gordo con la Porrista, mira a ese pelmazo con la Mucama, a ese nerd con la Enfermera...".
—¿Pero sabes por qué andan con ellas? —le pregunté.
Roberto negó con la cabeza.
—Por pendejos como nosotros que no les hablamos.
Frente a la barra, justo entre un transgénero de casi dos metros y un grupo de gays sin camisa, vi las piernas largas de la chica de peluca azul. Aunque mi cerveza estaba casi llena, me acerqué a la barra para pedir otra (pretexto de cobarde). Una vez en la barra podía ver la peluca azul con el rabo del ojo. Estaba a mi lado y me acobardé. Ni si quiera pude voltear a ver detenidamente su rostro. Lo único que conseguí fue tener dos cervezas frías en la mesa.
El bar cada vez estaba más lleno y eso complicaba la ruta al baño porque cada minuto había más gente sin ropa, y no precisamente mujeres guapas, en la pista. Mientras me aguantaba las ganas de orinar, una joven de abrigo negro fue detenida por una fotógrafa y cuando posó, abrió el abrigo y el flash iluminó su cuerpo y su lencería.
Supuse que era de esas mujeres que son tan bellas que intimidan y que, por ende, casi todo el tiempo están solas. Así que después de aliviar el dolor de mi vejiga y de otras cuatro cervezas, para agarrar valor, me acerqué a ella. Me dijo su nombre y que era actriz y edecán. Varios tipos me miraban mientras trataba entablar conversación con la actriz, que para este momento ya no tenía el abrigo.
Después de preguntarle a una mujer su nombre y si ella no te devuelve la pregunta, al menos por cortesía, eso significa que no quiere nada contigo.
Ella no me preguntó como me llamaba (¡hasta duele escribirlo!).
Durante esa corta conversación, que más bien parecía entrevista, pues yo preguntaba y ella se limitaba a contestar cual Diva del cine mexicano, me dijo que había protagonizado un cortometraje que lo habían trasmitido en Espacio 2007, la convención de estudiantes de comunicación organizada por Telerisa. La única pregunta que me hizo, en tono arrogante, fue “¿a poco no lo has visto?”.
Bueno, fue suficiente megalomanía por una noche, pensé, y dije adiós. Los sujetos de alrededor sonrieron cuando me despedí de ella y me vieron regresar derrotado, pero por supuesto, ninguno de ellos se acercó después de mí. El resto de la fiesta la vi bailando con su grupo de amigos gays de la manera más sensual para seguir siendo el centro de la fiesta.
Y jódanse si piensan que éste es un comentario de ardido, pero: con mejores he andado. Hace unos meses en Bogotá, bailaba rumba con una rubia —pechos firmes rellenos de silicón— que era exponencialmente más bella que esta actriz de cortometrajes de convenciones universitarias. He reflexionado mucho tiempo respecto a la petulancia de las mujeres bellas mexicanas y creo que ésta se debe a que no existe una competencia real. Aquí son tan pocas las mujeres guapas —en comparación con otros países— que por lo tanto el número de pretendientes que tienen las hacen sentirse sobrevalorados. Que se vayan a Colombia y ya verán.
(Sé que esta última párrafo acabo de ganarme un sin número de enemigas y, seguramente, muchos comentarios cuestionando mi apariencia y calidad como hombre, pero la verdad es que me importa un carajo.
Yo escribo esto para darme gusto a mí… y ya. ¿O a poco no recuerdan que soy un egoísta cínico?).
Pero volviendo a la crónica nocturna, debo narra que media hora después, en mi ruta al baño, mientras esquivaba torsos desnudos, me encontré de nuevo a la joven de peluca azul. Al estar a su lado le sonreí y le dije hola. Ella me dijo su nombre, pero por la maldita música no alcancé a escuchar.
—¿Con quién vienes? —casi le grité al oído.
Ella señaló a su amiga, a quien tomaba de la mano; alcé los hombro y puse cara de qué-bonita-estás-y-qué-lástima-que-vienes-con-tu-novia.
¡Strike dos de la noche!
Al regresar a la mesa, mi sorpresa fue que la Enfermera, que vi al principio, estaba a un costado de mis amigos. Le dije a Edmundo que tenía que presentármela. Ella, junto a sus dos amigas, la Arbitro y la Mucama, platicaban con otros dos sujetos.
La Enfermera dijo que ahora todos los hombres guapos eran gays. Edmundo aprovechó el comentario y le dijo que era cierto y le hizo un ademán como diciéndole mírame, soy la prueba de ello. Otro megalómano, pensé, pero me impresionó su seguridad.
Empezó a platicar con ellas y no tardó en sacar a flote que es reportero del periódico más elitista del país y le entregó su tarjeta de presentación.
Su grupo de amigos y el mío se mezclaron, como debería de suceder —no entiendo a la gente que no conoce nueva gente en los bares— y después de varias cervezas, muchas platica y fotos, terminé platicando con la Enfermera, quien, por cierto, me dijo que estudiaba medicina. Charlamos como quince minutos y cuando llegó el momento de irnos del bar, le dije que la quería volver a verla.
Después de invitarla a salir y pedirle su número telefónico, me dijo que no creía que a su novio le fuera a agradar eso.
—No importa, dame tú número y si quieres te marco cuando terminen.
No sé cómo se me ocurrió decir esta pendejada, pero lo cierto es que ella rió y me dijo: "Ok, apunta: 55-14…". De pronto sentí unas palmadas, nada amigables, sobre mi hombro. Era uno de sus amigos.
—Qué pasó aquí, ya estás acosando a mi amiga —me dijo el gordo al oído.
Es un país inseguro en el que vivimos y para qué arriesgarme a averiguar si este obeso era un simple ardido o un narcotraficante que no se iba a tentar el corazón para llenarme de plomo.
Eso sí, lo miré a lo ojos y le puse la sonrisa más cínica que me caracteriza.
Guardé el celular y abracé a la Enfermera para despedirme.
—Tu amigo ya se puso pendejo —le susurré al oído.
—Pero no vengo con él.
—No me quiero meter en problemas, si en serio quieres darme tu número mándale un correo a Edmundo, ¿va?
Al salir del bar, nos fumamos un cigarro y Edmundo me recordó que hace una semana hicimos dos años en el periódico.
—Let's hug it out, bitch —me dijo, haciendo referencia a una escena de la serie Entourage que tanto nos gusta.
Nos abrazamos. Después me dijo, como me lo ha repetido desde hace casi un mes, que tenemos un plática pendiente. Y sí, es cierto.

lunes, 27 de octubre de 2008

Im Back


Antes, cuando estaba desempleado y era feliz junto a Paloma, escribía hasta en servilletas las frases o ideas que se me ocurrían y las guardaba en las bolsas de mis pantalones; ahora, que soy reportero y soltero —qué chistoso que rimen estas palabras—, se me han terminado los pensamientos.
Hace unos meses me compré una libretita Moleskine —ese famoso cuadernito negro en el que escribía Hemingway y en la que hacían bocetos los pintores impresionistas—, para ir apuntando mis súbitas reflexiones, pero prácticamente sigue en blanco.
La única frase que escribí, que me parece muy mala ahora que la vuelvo a leer, fue: “Mano de piedra, la mía, desde que no escribo, desde que trabajo”.
¡Qué tristeza!, ¿a esto se han reducido mis aspiraciones como escritor: a ser un joven con una Moleskine en el bolsillo que anota frases tontas y que, de paso, lo único que logró con su famosa libretita fue encajar perfectamente en un cliché y obtener un look de un intelectual snob?
El bloqueo también coincidió con mi inicio como reportero. Hasta ese momento aún escribía religiosamente en mi diario, seguía en el taller de literatura avanzando en mi novela y tenía las bolsas llenas de ideas y frases que me parecían brillantes.
(Meses después, Paloma encontró y leyó mi diario mientras llevé el auto a lavar, y ahí empezó lo crítico. Ni un párrafo decente nació después de eso).
Los primero tres meses en el periódico creo que han sido los más pesados de mi estancia laboral en esa empresa, pues no estuve a prueba, sino en competencia directa con otro reportero, uno experimentando, no recién salido de la universidad, como yo.
Amablemente nos dijeron que como nuestros perfiles les interesaban mucho, que no sabían a quién elegir y por eso decidieron ponernos en competencia durante tres meses.
Eso lapso merece una capítulo, o una novela entera, pero como en este momento no tiene mucha importancia, diré simplemente que la historia tuvo un final feliz porque abrieron otra plaza y nos contrataron a ambos.
El problema fue que redactaba y leía tanto en el periódico, que lo último que me apetecía hacer al llegar a casa —después de estar ocho horas frente a una computadora en el trabajo— era abrir mi lap top para escribir.
Mi asesora de tesis y maestra de literatura, también reportera y escritora, me platicaba que ése, el bloqueo, es un problema común al que se enfrentan la mayoría de escritores que hacen periodismo, y viceversa (los periodistas que quieren ser escritores, que no es lo mismo). Sin embargo, me afirmaba, mirándome con sus grandes ojos que tanto me gustaban, que no había pretexto para no escribir, que esos escritores que sólo trabajan cuando los toca la inspiración no sobreviven artísticamente, que el arte exige disciplina.
No obstante, un buen amigo poeta —pero poeta de verdad— me decía que no había nada de qué preocuparse, que eso pasaba y que, sí, al principio uno se empieza cuestionar si en verdad es un escritor o poeta, en su caso. Pero que todo después se soluciona.
Me platicaba, entre ron y tabaco, que esos momentos son necesarios para vivir, porque luego todas las imágenes, olores y experiencias darían vida a literatura de manera natural, sin forzarla. Algo totalmente orgánico.
Bueno, durante poco más de una año esperé para que esta sequía literaria se terminara. Parece ser que poco a poco todo se ha acomodado para darle forma a una historia que intento contar. Pero también he concluido que la disciplina es necesaria.
Hace unos momentos, antes de empezar a escribir, me pasé minutos frente al monitor en blanco sin saber cómo empezar o qué decir. Para un humano, este hecho sería equivalente a pararse frente al espejo y notar que el reflejo de uno mismo no es más que una leve transparencia, un fantasmita miedoso. Un evento así haría cuestionarse las bases de uno mismo como persona, lo mismo pasa con un escritor.
He decidido tener un equilibro entre estas dos filosofías de creación literaria tan disímiles porque es claro que no tengo los destellos literarios de mi amigo; entonces trataré de suplir esta carencia con disciplina. Además, empiezo a divertirme otra vez escribiendo, suceso que me sabe casi a un milagro —comentario lapidario si se toma en cuenta que soy ateo—.
Otro elemento importante en esta etapa de nula producción creativa ha sido Hank Mody, personaje interpretado por David Duchovny en la serie Californication. Él está metido en un torbellino de sexo, drogas y alcohol, y no puede escribir desde que su mejor libro, Dios nos odia a todos, lo convirtieron en una película llamada Una pequeña cosa llamada amor; además su esposa lo dejó y está a punto de casarse con el editor de la revista en la escribe.
Me identifico mucho con él —exceptuando su vida sexual activa con las mujeres más bellas de Los Ángeles; yo me tengo que conformar con entrevistarlas (si son actrices) o verlas andar en las aceras de Beverly Hills (si son bellas desconocidas)—…, me identifico con él sobre todo en esa escena final del piloto en la que, por la noche, se siente frente a su lap top e intenta escribir.
La única palabra que lograr teclear es: “FUCK”.
Hoy creo estar de vuelta. Se terminaron los minutos en silencio frente al monitor, se terminó el reflejo del escritor fantasmita que fui durante más de un año.
Hoy, puedo decirles aquellos que creyeron que mis aspiraciones como escritor habían sido un reflejo de una juventud bohemia, estas tres simples palabras: “FUCK YOU ALL”.

jueves, 23 de octubre de 2008

Caída Libre

No hay reglas precisas en cuanto al relato de vida.
El principio puede tener lugar en cualquier punto
de la temporalidad, igual que la primera mirada puede
detenerse en cualquier punto del espacio de un cuadro;
lo importante es que, poco a poco, asome el conjunto.

Michelle Houellebecq, La Posibilidad de una Isla.


Últimamente
, me pregunto con mucha frecuencia si estoy viviendo de la mejor manera posible. De noche, entre sábanas frías y el insomnio, me hago preguntas que me inquietan.
¿Estaré bebiendo mucho, escribiendo poco y, peor aún, teniendo poco sexo? ¿Cómo invierto esta ecuación? ¿Están, acaso, mis acciones y actitudes presentes germinando un campo de felicidad que florecerá años después, en forma de una familia amorosa y de un trabajo que me permitirá vivir cómodamente, según los cánones de esta superficial sociedad de la que —¡lo acepto!— soy parte?
Lo ignoro. Lo único que sé es que, a pesar de tener todo lo necesario para vivir medianamente feliz (o hasta más del promedio), muchas veces me siento como si fuera un extra, en tercer plano, en La Película de Mi Vida.
No creo tener una excusa para sentirme así.
Soy joven; tengo una trabajo como reportero que me permite viajar constantemente y, además, entrevistar a celebridades de la Meca del Cine; mis editores son personas relajadas; tengo un grupo de amigos a los que quiero (y me quieren) como hermanos; una prima hermana, con la que vivo en su casa de lujo, que me ama como una madre; manejo un auto del año que, claro, aún no termino de pagar; y soy soltero desde hace unos meses por decisión propia.
Tal vez en este último detalle se basa mi humor inconstante. Quizá el hecho de haber dejado a Paloma, mi novia por más de dos años que me quería casi con amor de madre, me haya obligado a conocer un poco más de mi verdadera condición humana: me volví un egoista, pero creo yo que en reacción natural, como resultado de un reflejo de autopreservación; como el animal con una cicatriz que admira el fuego, pero que jamás se acerca demasiado y guarda la distancia justa para disfrutar del calor sin resultar herido.
Ya lo decía la uruguaya Cristina Peri Rossi en su poema La Distancia Justa: En el amor y en el boxeo, todo es cuestión de distancia.
Además, con los años y los fracasos sentimentales, he aprendido que se necesita cierta dosis de cinismo en casi todos los aspectos de esta existencia, no sólo en el amor, para poder sobrevivir a los dilemas humanos. Desde hace un año reunía el valor necesario para poder confesarle a Paloma que ya no la amaba; que su neurosis, sus traumas, su tabaco y su mundo partido por la mitad me tenían en la lona; que nuestro problema era que sus heridas ya me lastimaban desde hacía tiempo y éstas no parecían sanar, porque, como dice el poeta Rubén Bonifaz Nuño, sólo yo soy capaz de sufrir tu dolor, amor mío.
Como pueden ver, los problemas sentimentales son suficientemente grandes, ahora si sumamos la preocupación que generan tópicos como el calentamiento global, la crisis económica mundial y los problemas bélicos, serían suficientes para hacer de la vida una existencia gris en todos los sentidos. Por eso yo les dejo esos problemas a las estrellitas de Hollywood que me toca entrevistar, que ellas se preocupen, falsamente, de esos temas con tal de proyectar una imagen de caritativos y conscientes.
Otro factor en el que también baso esta ligera depresión —quiero creer que aún no necesito Prozac—, es que soy un escritor que no escribe.
Desde que dejé de escribir —hace aproximadamente un año, cuando Paloma leyó sin permiso mi diario y se enteró de lo que pensaba de su familia y de mis infidelidades— no logro hilar las ideas para poder contar las historias que quiero. ¿Será el sentimiento de culpa lo que me tiene sumergido en este bloqueo de escritor? No, no lo creo.
Hoy, sin embargo, mientras miraba la redacción del periódico y veía reporteros redactando notas en contra del reloj, vino a mí esta necesidad de masacrar el teclado con ideas propias (en vez de hacerlo con las notas y entrevistas que todos los días escribo), y hasta ahorita éstos cuantos párrafos son el resultado.
Durante mi larga sequía literaria me cuestionaba mucho el porqué escribí tanto durante varios años de mi vida. ¿Por qué tuve la disciplina de anotar mis vivencias de manera periódica en un diario?
Muchos artistas explican que la necesidad de crear es una lumbre que los quema, algo que va más allá de su control, como si fueran tocados por algo divino, como se pensaba en la antigüedad. Yo no sé si sea así. La verdad es que se me hace una manera seudo-poética de disfrazar el narcicismo que todos los artistas tienen/tenemos (perdonen el atrevimiento). Todos somos Aquiles queriendo que nuestros nombres pasen a la historia; todos, mientras buscamos el reconocimiento, en realidad estamos combatiendo la muerte, el olvido.
Creo que el miedo a morir fue la razón por la que yo empecé a registrar mi vida en diarios. La muerte de uno de mis mejores amigos, cuando ambos teníamos 17 años, me hizo darme cuenta de cuán minúsculos e intracendentes somos. Yo no quiero que mi vida sea un punto perdido en el espacio, yo no quiero pasar todas las noches —como dice Sabines— embrocado, mirándome los brazos o, apagada la luz, trazando líneas con la luz del cigarro (...). Yo ya no quiero, no, yo ya no quiero seguir todas las noches vigilando cuándo voy a dormirme, cuándo.
Si tuviera que definir mi vida y mi estado de ánimo mediante dos canciones, diría que está justo en el punto medio entre God Gave my Everything, de Mick Jagger, y Free Falling, de Tom Petty ("...and Im a bad boy cause I dont even miss her, Im a bad boy for breakin her heart, and Im free, free fallin, yeah Im free, free fallin...").
Siento que estoy cayendo desde el cielo (porque el amor nos vuelve sublimes) y aunque está claro que no me le asemejo a un ángel en ninguna manera posible, espero que me crezcan alas, en el peor de los escenarios, a centímetros del suelo.

La cita del mes:

"Si me preocupara por lo que le interesa a la gente, nunca escribiría nada",

Charles Bukowski.