jueves, 20 de mayo de 2010

Consecuencia de un título

Hace unos días, buscando libros me encontré con el nombre de un libro que me sacudió: "Mi novia, la tristeza". Primero me meto un balazo en la cabeza antes de publicar una novela que se llame así, pensé. Ya ni siquiera me atreví a acercarme más a la portada para ver quién era el escritor.
Pero cuando uno estudió periodismo y se dedica a esta profesión, las dudas enferman. Entonces, me metí a Google —bendito invento— y descubrí que era de Guadalupe Loaeza y que trataba sobre la vida de Agustín Lara.
Han pasado dos días desde que leí aquel título y sigue recurriendo a mí de manera intermitente. Estaba en la fila del banco —¡maldita tarjeta de crédito, la odio con la misma intensidad con que la necesito!— y me sorprendí repitiendo en silencio "Mi novia, la tristeza" y lo mismo me pasó cuando casi me accidento —¡la motocicleta no es lugar seguro para filosofar!— porque pensaba ¿por qué se me ha quedado tan grabado ese jodido título?

Cuatro de la tarde en un café de la Condesa con Tamara, la única ex novia con la que tengo una amistad después de habernos roto el corazón mutuamente y causarnos así una pequeña catástrofe en nuestras vidas.
¿Ser amigo de tu ex novia es ser demasiado civilizado o una síntoma de nuestra deshumanización? ¿Es posible la amistad después del amor?, sobre todo cuando la última línea del noviazgo fue 'ojalá que te vaya mal en la vida, cabrón'' (eso me dijo Tamara). ¿Por qué ahora la quiero tanto como amiga si esta misma mujer me hizo tanto daño cuando éramos novios?
—Ícaro, ¡no me estás poniendo atención otra vez! —me dice Tamara, pero no se enfada; sabe que suelo desprenderme cuando me pongo a reflexionar.
Mi novia, la tristeza, recuerdo.
—Tamara, ¿crees que soy una persona triste?
—No, eres solitario y aunque te quejes todo el tiempo te gusta estar solo y tu problema es que piensas demasiado. Además, leer tantas jodidas novelas y ver tantas películas han elevado tus expectativas del amor y ya nada te emociona como debe de ser. A ver, ¿qué pasó con la fotógrafa con que salías?
Es dura y directa y por eso la quiero.
—Estaba en la crisis de los treinta —Tamara arquea las cejas, seguramente porque tiene veintiocho años, y su rostro se torna un signo de interrogación—... Ya sabes, habla sobre estabilidad y sobre su futuro, le preocupa hacia dónde va su vida y ve con cierta envidia a sus amigas casadas y con anhelo a los niños que juegan en los parques... y ¡a mí todavía me faltan cinco años para llegar a ese punto! En fin, no funcionó.
—¿Y qué pasó con la periodista con la que salías? ¿No era culta y linda y carismática... como a ti te gustan?
—Bebía mucho y —suelto una de mis bromas ensayadas— no puedo estar con una mujer que beba más que yo: me da mucha envidia.
Tamara toma el cigarro que acabo de encender y lo apaga sin pedirme permiso.
—¿Qué te pasa?
—¡No fumes cuando estés conmigo! Esta porquería te puede dar cáncer y seguro eso no te espanta, pero para que lo sepas, el cigarro causa impotencia... eso no te vale madres, ¿verdad?
—Tamara, obvio sé que el cigarro causa impotencia: ¡pero por eso fumo, para controlarme!
Tamara ríe, me dice que soy un tonto y pide otro café. El mesero coquetea con ella, es guapa y tiene un nuevo brillo en los ojos, una calma de brisa marina, y supongo que debe ser porque se acaba de divorciar (odiaba su matrimonio, por eso sólo duró un año); sí, Tamara es de las mujeres que se divorcian e invitan el champán.
Me gusta cómo vive. Es cínica y tierna en una dosis equilibrada en la que felicidad parece posible.
—¿Crees que lo nuestro pudo haber funcionado si nos hubiéramos conocido a esta edad y no tan jóvenes? —le pregunto a quemarropa y ella bebé de su café para pensar unos segundos antes de responder.
—No lo sé, pero esa pregunta no me la harías si tuvieras novia. Es la soledad la que habla, no tú.
Ay, sí, qué filosófica me saliste. Si bien que me acuerdo de cómo te emocionabas con el TV Notas..., no me salgas con tus aires de Jean-Paul Sartre y tu existencialismo-de-caféteria.

Esa misma noche salgo con mi perro al parque que está cerca de mi casa y trato de borrar de mi cabeza el anhelo de conocer —de un modo novelesco o fílmico— a una mujer que también pasee a su mascota.
Pero eso no sucede aquí en el DF, me digo en silencio. ¿Por qué en ciudades como Nueva York la gente si conoce a extraños y empiezan así el inicio de una historia? Simple, allá no viven con el temor tan latente de conocer a alguien y ser secuestrados o de ligarse a una chica en el bar y despertar al otro día sin un riñón. La inseguridad ya empieza a afectar mi vida amorosa y eso es inaceptable, debería mandar una carta al Senado... Basta ya de onanismo mental.
Vuelvo a mi casa preguntándome cuánta soledad y tristeza hay en esta ciudad. ¿Cuántos, como yo, se tambalean por el título que han descubierto en una librería al azar o por escuchar una frase en una película? ¿Cuántos y cuántas?
Me tiro en mi cama individual, que siempre siento demasiado grande si no estoy acompañado, y empiezo a leer para quedarme dormido, pero no funciona. Recurro al xbox (goleó en el Fifa 10 a unos gringos en línea), me tomo una cerveza (Carolus, la mejor cerveza de Bélgica), empiezo a ver una película (Siete Samuráis, de Kurosawa) y me aburre. Nada funciona: no puedo dormirme.
Así que tomo el teléfono y marco.
—Hola, Ícaro —responde enseguida Tamara, como si esperara mi llamada—. ¿Tienes insomnio o pesadillas?
La respuesta correcta sería que me siento solo, pero mi orgullo me impide confesárselo a una ex novia, lo cual es tonto porque una llamada a la una de la madrugada apesta a soledad desde el primer timbrazo.
Le digo que no puedo dormir y que estaba aburrido.
Charlamos un poco sobre los viejos tiempos, hay cierta tensión pasional entre nosotros y constantemente coqueteamos el uno con el otro pero jamás pasamos de esa línea. Tenemos una relación equilibrada y como el sexo siempre es una buena manera de echar a perder una amistad, no cruzamos esa delgada línea.
Colgamos después de una hora de plática porque mañana tiene que ir temprano al hospital. Veo mi cama y pienso que aunque he dormido solo desde hace 25 años es algo a lo que todavía no me acostumbro.
Apago la luz y empiezo a contar borregos.
Un borrego, Mi novia, la tristeza; dos borregos, ¿cuándo dejaré de estar solo?; tres borregos, ¿debí haber estudiado publicidad en vez de periodismo?; cinco borregos, me acuerdo de mi ex novia Paloma y, aunque deseo que sea feliz, lamento que ya tenga novio; seis borregos, ¿y si le marco a Tamara para decirle que sólo quiero dormir con ella, que no lo tome a mal?; siete borregos, ¿por qué solo me deprimo y en pareja me asfixio?; ocho borregos, creo que me hago demasiadas preguntas...

Noticias sobre mi ex

Sabía que esto iba a suceder…, pero eso no significa que estuviera preparado.
¿Qué hombre está listo para permanecer indiferente ante la noticia de que su ex mujer ⎯sin importar que él haya decidido terminar la relación⎯ está ejerciendo todo su derecho de soltera y sale con otro sujeto?
Ninguno, claro. Pero la realidad es que hasta el hombre más racional va a sentir, por lo menos, las reminiscencias de los celos cuando se entere que la mujer con la que compartió sentimiento, cuerpo, tiempo y dinero está, ahora sí, a nada de ponerle el punto final a la relación (porque un noviazgo nunca se termina cuando ambos se separan, sino cuando los respectivos amantes dejan de pensar con nostalgia respecto el uno del otro y una nueva persona ocupa su cabeza).
Sentir celos y coraje ante tal noticia, por absurdo y egoísta que parezca, es un sentimiento ⎯penoso, sí⎯ del que los hombres no tenemos control. Somos más animales de lo que nos gusta reconocer y la verdad es que no creo que esté mal sentirse así; la verdadera canallada sería tomar el teléfono y llamar a esa mujer a la que dejaste e invitarla a salir, removiendo así los escombros de un sentimiento en ruinas. Sentir el impulso es instintivo, buscar resulta alevoso. Entonces, para no cometer una estupidez borré por fin el número de celular de Paloma y también el de su casa porque hoy, por internet, su hermana me dio la noticia.
Cuando me dijo que Paloma ya salía con alguien sentí que una chispa se encendió dentro de mí y, como si mi carne fuera un bosque seco, ésta se tornó en una llama que me abrasó dejándome en cenizas. Traté de imaginarme al otro tipo. ¿Será galán?, ¿Se sentirá protegida a su lado?, ¿Le ilusiona verlo?
De pronto se empezaron a acumular ideas en mi cerebro que traté de borrar sacudiendo mi cabeza. Pero fue inútil, porque me empecé a preguntar cosas como: ‘¿Ya se acuesta con él?’, ‘Si es así, ¿estará enamorada como para aceptar las fantasías sexuales de ese cabrón?’, ‘¿Tendrá ese wey mejor cuerpo que yo, mejor trabajo, más dinero?’
Es un castigo merecido y doloroso enterarse que la mujer a la que dejaste está empezando a reconstruir su vida cuando la tuya no es más que una rutina de jornadas laborales, ejercicio, escritura en soledad y sexo ocasional con mujeres que ya no quieres ver después del orgasmo.
Esta noticia, que no es una sorpresa porque sabía que sucedería, ha hecho suficiente espacio para agravar mi insomnio. Después de muchas vueltas en la cama llegué a la conclusión de que soy un pendejo ⎯deducción a la que seguramente llegaron ustedes primero, oh, brillantes y pacientes lectores⎯ porque (primero) jamás debí preguntarle nada de la vida de Paloma a su hermana y (segundo) porque fui yo quien decidió terminar la relación hace casi un año. Entonces, ¿de qué sirve quejarse?
Georgina, mi ex cuñada, me contó que nunca vio triste a Paloma cuando terminamos; al contrario, me dijo se veía determinada y con bríos nuevos mientras yo, tonta y egocéntricamente, estaba preocupado por ella porque pensaba que mi partida había significado una pequeña catástrofe en su vida. Ja, cuando uno es amado en exceso es fácil sentirse omnipotente frente a la persona que profesa devoción, qué diocesillos narcisistas somos aquellos que gozamos el amor puro y redondo de una mujer que quiere con los huesos y el alma.
Pero por justicia divina, tal vez, hoy experimenté el mismo vértigo que Lucifer ha de haber sentido cuando Dios le dio una patada en el culo. Sentí justamente eso cuando Georgina, además de contarme que Paloma ya sale con alguien más, me dijo que su hermana jamás ha vuelto a hablar de mí, que parece ser que me arrancó de raíz. ‘Tú sabes cómo es ella’, me escribió por el Messenger con tipografía rosada.
Le dije que Paloma hacía bien, que no había otra manera de seguir adelante que no fuera ésa y que la entendía porque yo hice lo mismo, lo cual me hizo quedar como un mentiroso que quería salvar su orgullo.
Ahora pienso que debí de haberme despedido al enterarme de esto, pero seguí con el harakiri y le pregunté a Georgina si su hermana se iría pronto a París a hacer su maestría y me dijo que sí. También me contó que seguía pintando y que dos meses atrás había montado una galería y había vendido varios cuadros. Le dije que me daba gusto (pero aunque era cierto, también era real que me daba envidia saber que Paloma sí estaba produciendo arte que la gente estaba dispuesta a pagar cuando yo seguí atorado a la mitad de una novela con tintes de exorcismo sentimental).
Debí haberme despedido de Georgina, pero no, no lo hice. Le pregunté por su familia. Y no sé por qué me contó que Leticia, la hija de diez años de su hermano mayor ⎯quien tenía una rara fascinación por mí⎯ había puesto incómoda a Paloma hace casi un año, cuando terminamos.
⎯¿Dónde está Ícaro? ⎯preguntó Leticia en una comida familiar.
⎯Se fue, ya no vive en México ⎯dijo Paloma.
⎯Ah, ¿y adónde se fue?
⎯Se fue a… Colombia.
⎯¡Ah!, yo tuve una amiguita que se fue a vivir con sus papás a Colombia y nunca volvió. Cuando se van a ese país ya nunca regresan.
No aguanté más y por fin pude despedirme de Georgina y aunque yo sigo en México, tengo la sensación de haberme ido a la mierda desde hace mucho tiempo.

Una noche que está de olvido

Siempre me ha fascinado la facilidad con la que suceden las cosas en la noche... sobre todo si es jueves.
Once de la noche en el T Gallery de la Condesa, el lugar donde se reúnen la fauna burgués bohemia de la ciudad. La intelectualidad pop del lugar resulta demasiado pretenciosa, pero la belleza de las mujeres que asisten lo hace tolerable.
Es cumpleaños de un amigo fotógrafo y la mesa está atestada de alcohol. 'Caray, mañana tendré que ir a trabajar con una resaca terrible', me digo en silencio y me acuerdo de la entrevista que tengo que hacer con un músico y repaso mentalmente algunas preguntas. ¡Ah, basta de trabajo! Me recuerdo que, como escribió un sabio poeta, 'sólo mientras vivimos merecemos' y empiezo a beber un mojito tras otro. Me encantan.
Una hora ha pasado y de pronto me encuentro con Luis, mi estilista (¿cuán gay sonó eso?). Nos saludamos y me recuerda que ya debo cortarme el cabello y le refresco la memoria: le digo que me lo voy a dejar crecer hasta que en el periódico me llamen la atención. Viene acompañado de una mujer morena de cabello negro y ondulado que luce su cuerpo en un vestido blanco muy ajustado. Su nombre es Ana María y por su acento (y por su cuerpo también) me doy cuenta que es colombiana. Me gusta. A todos los hombres a la redonda les gusta y ella lo sabe.
Se mueve con la seguridad que brinda saberse bella y observada. Sobreactúa y eso me da risa.
—¿De qué te ríes? —me pregunta y me despeina con su mano derecha mi media melena.
—Me acordé de algo tonto —miento... y empezamos a platicar.
Me cuenta que es modelo, que lleva casi tres años viviendo en México y que es cinco años mayor que yo. Llega un inglés alto y fornido y hacen contacto visual. Media hora más tarde ya estoy borracho y ellos se están besando en una esquina del bar. No hay nada como el sex appeal del extranjero (tal vez por eso me gusta viajar tanto). Echo un vistazo a mis compañeros de trabajo (reporteros, fotógrafos, diseñadores e incluso anda por ahí uno de los directores del periódico) y pienso que esta escena sólo es posible en este campo laboral. Hay risas fáciles por donde quiera y todos se mueven al ritmo de la música. Me doy cuenta que algo malo sucedió con el británico porque Ana María está en la barra con Luis, quien me corta el cabello (eso sonó más heterosexual, ¿no?) y noto que varios buitres treintañeros la acechan con la mirada. Me acerco y volvemos a platicar y con sus dedos me aparta el fleco que cae sobre mi ojo derecho —¡aclaro que no soy emo!—. Llego a la conclusión de que cuando una mujer toca tu cabello dos veces seguro le gustas por lo menos un poco.
—¿Qué pasó con tu Príncipe William?
—¿Quién?
—Me refiero a tu ligue británico.
—Ah... se quiso pasar de listo.
Suelto una sonrisa. Mis amigos me ven expectantes desde la mesa. Seguro están haciendo apuestas para saber si me la ligo o no. Lamentablemente, descubro rápidamente que Ana María es superficial y sólo habla de los antros de moda —patético a los treinta años— y, como le dije que soy reportero de espectáculos, me empieza a disparar una letanía de 'cómo es tal artista en persona y cómo ésta y cómo aquél'. Me aburre... pero es bella y mirarla me consuela. Habla tanto que en algún momento sus palabras se pierden entre la música y, aunque finjo poner atención a todo lo que dice, no tengo la menor idea de lo que está hablando. ¿Por qué la belleza tiene que estar tan ligada a la superficialidad? ¿Cuándo será el día en que conozca a una chica que me enamore con sus ideas? Soy un tonto buscando amor en los sitios equivocados. De pronto empiezo a recordar a mi ex novia, la chica ideal que perdí por ser joven y querer comerme el mundo (qué eufemismo para evitar las palabras infiel y egoísta).
Mis pensamientos orbitaban las lunas de Neptuno hasta que algo que dijo Ana María me trajo de vuelta a la Tierra a velocidad luz.
—... somos tan distintas y mi hermana seguro debe estar encerrada en su cuarto, escribiendo... dice que quiere ser escritora —comenta con una risa sarcástica, como si su hermana estuviera loca.
No dudo en decirle que quiero conocer a su hermana y, sin querer, creo que la he ofendido. Se pone seria, pero luego me dice que quiere bailar. Le confieso que soy un poco torpe pero que por ella estoy dispuesto a hacer el ridículo y que no se moleste si la piso (la verdad es que exagero, no soy un árbol en la pista pero tampoco soy Billy Elliot).
Empezamos a bailar una cumbia lenta y mientras ella gira y le da la espalda a la mesa donde están mis amigos, éstos —demasiado obvios— le ven el trasero y me enseñan el pulgar en símbolo de camaradería. Me echan porras: se ven contentos y parecen más excitados que yo. De pronto Ana María pone su cachete junto al mío y yo le doy un beso en la mejilla y le repito que quiero conocer a su hermana.
—Es mucha mujer para ti.
Deja de bailar y se va a la barra. Miro el reloj, son las tres de la mañana y tengo el ego lastimado.
—A penas me conoces, ¿cómo puedes decir eso?
De pronto, Ana María —¿tal vez con el orgullo herido porque estoy más interesado en la hermana que no conozco que en ella?— me empieza a preguntar en dónde vivo, en qué universidad estudié, qué coche manejo y qué países conozco con la misma frialdad de un jefe cuando entrevista a un candidato a contratación.
Le confieso sin pena que soy un clasemediero de la Del Valle que aspira a burgués bohemio (aunque los critique tanto; soy un absurdo, lo sé).
Cuando le respondo que tengo un Peugeout 206, que estudié en una universidad privada de periodismo que seguro no conoce (no porque sea mala sino porque sólo en el medio es reconocida) y que sólo conozco países del continente Americano pero que ya estoy ahorrando para ir a Europa (y convertirme en cliché total de artista wannabe) me empiezo a enojar...y cuando estoy borracho el resultado es un cinismo terrible.
—Oye, Ana Maria, sólo te faltó preguntar cuánto gano, ¿no?
—Ah, sí, ¿cuánto ganas? —dijo con actitud insolente y fría.
—Gano 30 mil pesos al mes —mentí.
—Bueno, tal vez le puedes caer bien a mi hermana.
Fue demasiado. Exploté:
—Ana María, pues mejor ponle precio a tu hermana, ¿cuánto me va a costar estar con ella?
Oh, sí, puedo ser cínico cuando me lo propongo (y media botella de ron siempre ayuda).
—Eres un pendejo.
—Estoy de acuerdo y tú eres una interesada sin corazón y tienes un alma fea.
Sus ojos se pusieron cristalinos, parecía apunto de derramar una lágrima cuando me paré sin decir adiós. Luis, mi peluquero (¡ah, qué varonil suena eso!), me preguntó si algo malo había pasado cuando me acercaba a mis amigos y le dije que luego le explicaba. Llegué hasta la mesa y tomé mi chamarra de piel. Les dije que ya me iba.
—Pero cómo te vas a ir si estás borracho. Te va a agarrar el alcoholímetro —dijo Beto, mi colega y fiel guerrero de las fiestas.
—No hay problema, me vine en la moto.
—No, pero tú estás loco o qué, ¿cómo vas a manejar así?
—No estoy tan borracho —es una verdad a medias porque el coraje ma bajó la peda—. Ya me voy.
Salgo del bar y cuando paso por la barra no veo ni a Luis ni a Ana María, sólo el círculo húmedo que dejó su vaso sobre la superficie de madera. Siento pena por ella y también por mí.
En la calle hay parejas que caminan de la mano y me resulta asquerosa la imagen así que me pongo el casco, enciendo la moto y me voy sintiéndome un poco más solo que cuando llegué.

La cita del mes:

"Si me preocupara por lo que le interesa a la gente, nunca escribiría nada",

Charles Bukowski.