jueves, 25 de diciembre de 2008

Corazón de piedra

Sentía dentro de mí una odiosa mezcla de violencia,
agresividad, lujuria, sadismo y necesidad de alcohol.
Pero también sentía que mi corazón se endurecía.
Era lo que yo quería: tener un corazón de piedra.

Pedro Juan Gutiérrez, Carne de Perro.

De qué sirve una casa linda, minimalista, cuando todo está estático y el único indicio de vida y cariño proviene de mi perro Schnauzer, a quien aunque acaricio no puede entender que mi siento solo y que llevo horas esperando que suene el teléfono o, peor aún, conectado al Internet y aguardando inútilmente que alguien —mediante una charla virtual— me salve de este silencio que no hace más que subrayar la soledad de este 25 de diciembre.
Intenté autocomplacerme, pero caí en cuenta que hay que ser estúpio, como yo, verse en la necesiad de masturbarse con ayuda de un filme porno para así tratar de deslizarse de las garras de la soledad. No, no funionó.
Hace unas noches me sentí la persona más jodida de esta ciudad. Estaba solo en casa (mi prima ya se había ido de vacaciones para reunirse con nuestra familia en Chiapas) y padecía, sin duda, la peor gripa de mi vida; el maldito Afrín no funcionó y no podía respirar por ninguna de mis dos fosas nasales, por lo tanto mi garganta estaba lastimaba por todo el aire frío que recibía en cada bocanada. Sentía que los ojos me ardían mientras tiritaba de frío. En resumen: estaba jodido y solo, sin alguien que me pasara una maldita aspirina.
A media noche desperté temblando y empapado en sudor. Tenía 39.5 grados de temperatura y, prefiriendo una pulmonía a quedarme loco por los efectos de la fiebre, me di un baño de agua casi helada. Mientras el agua recorría mi espalda sentía cómo mi cuerpo se llenaba de furia. Tenía ganas de golpear algo o alguien. Tosía. Extrañaba a Paloma, pero me odiaba por eso. ¿Qué clase de persona era yo para necesitarla cuando peor me sentía y, sobre todo, después de haberle roto el corazón? Mientras sentía los latigazos del agua fría sobre mi cuerpo, deseaba poder abrazar a mi madre y llorar como niño.
De pronto me di unas cachetas mentales y me dije que ya estaba grandecito y que había cosas que un hombre tenía que atravesar solo.
Aquella experiencia, ahora viene a mí como pequeños flashbacks que no puedo acomodar en el tiempo y espacio; todos esos momentos han adquirido una especie de vaguedad. Como los traumas que la mente bloquea para que podamos seguir adelante con nuestras vidas.
Fue intenso, igual que el silencio que he soportado durante estas horas. Hoy, si fuera poeta, escribiría un soneto en el que la Navidad rimara con la palabra soledad.
Pero como no lo soy, me consuela emplear mi folosofía estoica y decirme a mí mismo que hay cosas que un hombre tiene que soportar.

martes, 16 de diciembre de 2008

El día D

El divorcio es la pérdida de la virginidad mental.
Frédéric Beigbeder, El Amor Dura Tres Años.

En un día como hoy, pero hace nueve años, mis padres se separaron después de un matrimonio de casi dos décadas y, desde ese momento, mi vida tomó un curso distinto.
Considerando que el divorcio es uno de los fenómenos que marcó a mi generación —y a muchos otras atrás—, supongo que soy un sujeto de lo más ordinario, pues, al igual que muchos otros millones, soy un producto más de esa camada que carga con el estigma que significa este fenómeno social y humano que ha hecho ricos a los abogados. Sin embargo, creo que superé este síndrome de hijo-de-padres-divorciados hace varios años. Pero en temporadas de unión familiar, como lo es la Navidad —aunque no soy religioso—, me resulta imposible no sentir nostalgia al notar que siempre hace falta una persona durante el brindis o al abrir lo regalos. Y, por supuesto, precisamente en esta fecha, también me resulta inevitable darme cuenta que hoy se cumple un aniversario más del fin de un ciclo que según la iglesia duraría toda la vida.
Vivíamos en San Cristóbal, pues tiempo atrás mi papá había decidió cambiar de trabajo y nos mudamos; sin embargo, mi padre —que ha sido ejemplar en casi todos los aspectos y lo admiro a pesar de sus errores— ya se mostraba frío con mi madre y sospechábamos que la razón era alguien más.
Mis recuerdos de ese triste día empiezan cuando hacía la maleta para irnos de vacaciones al pueblo en el que crecí. Hacía un tiempo frío que acentuaba el olor a madera de la casa que rentábamos. Estaba feliz porque dejaría San Cristóbal por tres semanas para ver a mis amigos que conozco desde el kinder (y con quienes aún sigo en contacto pues muchos de ellos viven en la Ciudad de México). Mi hermano Leandro y mi madre Luz también arreglaban su equipaje y sólo esperábamos que mi padre Rick regresara del trabajo para subir las maletas al auto. Cuando él por fin llegó, yo ni lo saludé por la emoción que significaba meter el equipaje cuanto antes al auto y largarnos de vacaciones. Al entrar a la sala, mi papá estaba callado y lo noté un poco más viejo. Mi madre nos preguntó si queríamos algo de comer antes de emprender el viaje. Los tres estábamos a punto de salir cuando mi papá, casi tétrico desde el rincón de un sofá, dijo esa frase que jamás olvidaré:
—Yo los llevo, pero me regreso. Ya no puedo más.
Aunque mi hermano y yo pusimos cara de signo de interrogación bastó el llanto de mi madre para encontrarle un significado inequívoco a esa oración lapidaria. Ella hablaba y lloraba, pero lo único que yo entendía eran sus lágrimas, ese lenguaje humano de la tristeza. Leandro y yo también empezamos a llorar (“Papi, no te vayas, no nos dejes.”). Yo lo odié en silencio. Los cuatro nos sentamos en la sala y durante horas tratamos de convencerlo de que cometía un error. Mi madre le pedía una explicación cuando de pronto mi hermano empezó a vomitar.
—Mira el daño que le estás causando a tus hijos, Rick —gritó mi madre, desesperada.
Él abrazó a Leandro y aunque tenía una cara de cárcel no derramó ni una lágrima (jamás lo he visto llorar). Mi madre, en un intento vano por salvar su dignidad —¿o qué se yo?— le dio una cachetada que se escuchó por toda la habitación. Ese fue la primera y última experiencia de violencia física que existió entre ellos. Fue triste ver cómo la desesperación y los planes rotos de mi madre tomaron forma de golpe que, en el fondo, decía auxilio, no me dejes.
Mi padre la abrazo y le dijo que lo sentía mucho y que lo perdonara, mientras ella lloraba en su hombro y se daba cuenta que el matrimonio no eran para siempre y que esa teoría ingenua que afirma que “si le das amor a alguien, te lo regresará de la misma manera” no era más que una tomada de pelo, una cláusula del karma que no aplica en las relaciones amorosas.
Mientras todo eso sucedía, de cierta manera me enfadó ver a mi padre tan ecuánime como siempre, tan cerebral; me hubiera gustado que al menos nos pidiera perdón de rodillas, carajo, para así perderle un poco el respeto. Pero no, él siempre desplegando su inteligencia emocional para tratar de reducir el impacto de sus acciones.
Claro, esto último lo comprendí hasta hace unos años, hasta que adquirí la madurez suficiente para entender todo el problema en su contexto y darme cuenta que ver a un hombre adulto patalear como niño es de lo más desesperanzador posible y que el papel de un hombre (de un padre) es mantenerse fuerte como un roble cuando embate la tormenta, pues si los retoños ven que el vendaval lo arranca, éstos crecerán con raíces débiles.
Y todo esto lo sé porque yo soy fuerte.
Lo más doloroso de que el matrimonio de mis padres se terminara es que, hasta antes de irnos a San Cristóbal, todo parecía perfecto: otras parejas veían a nuestra familia un arquetipo a seguir; entonces, que estuviéramos atrapados en la sala, con las narices rojas de tanto llorar, envueltos esa espiral de reproches, explicaciones y dudas que no parecía tener fin, significaba la fractura de todos los sueños y realidades en los que creía que estaban basados los mismísimos pilares de mi existencia. ¿Quién sería yo después de esa separación?
Mi madre no quería estar ni un solo minuto más en esa casa y acompañada por mi hermano fue en busca de un taxi que nos llevara hasta el pueblo en el que habíamos crecido. No recuerdo exactamente qué platicamos mi padre y yo cuando nos quedamos solos, pero seguramente fue alguna mierda así como:
—Totto, la separación entre tu madre y yo no va a afectar nuestra relación padre e hijo. Nos vamos a seguir viendo, simplemente las cosas van a ser un poco distintas.
Lo que en realidad deseaba es que tuviera los pantalones para aceptar que su decisión era motivada por otra mujer (confesión que muchos años después me ofreció al decirme “no nada más fue por ella (Ana); muchas otras cosas también influyeron, hijo.”). Sin embargo, en ese momento no me atreví a cuestionarlo.
La primera vez que Ana se apareció en nuestras vidas fue hace casi unos diez años. Llegó acompañada de uno de los mejores amigos de mi padre. Abrí la puerta y, sin saberlo, aquella noche dejé entrar al Caballo de Troya. Ana, graduada de Standford, estaba en el pueblo para hacer un estudio sociológico y, ja, jamás sospeché que mi familia y yo seríamos, en cierta medida, sus conejillos de indias.
Ana, al tener temas en común con mi padre como el hecho de haber estudiado en Estados Unidos —él es Lic. en Ciencias Políticas por la Universidad de Berkeley—, no tardaron en entablar empatía y por añadidura se hizo amiga de la familia. Llegó un momento, incluso, en el que Leandro y a mí nos agradaba su compañía y hasta nos hacía llorar cuando declamaba poemas. La verdad es que la queríamos un poco; no mucho. Después de un año, Ana empezó a radicar en San Cristóbal y mi padre inició durante los fines de semana un curso de especialización en esa misma ciudad. Y sí, en este caso, las coincidencias no existen, porque un año después mi padre consiguió trabajo como subdirector de un museo y nos mudamos.
Finalmente, mi madre y hermano regresaron pero sin el taxi, pero nos dijeron que ya era muy tarde y nos iríamos hasta la mañana siguiente. Leandro y yo dormimos en la misma cama abrazando a mi madre que no dejó de llorar toda la noche. Y yo me preguntaba: ¿estaría dormido mi padre sabiendo que sus hijos adolescentes trataban de consolar a la mujer que renunció a sus estudios y a tantas otras cosas más por casarse y darle un hijo? ¿Se estaría preguntando cómo sería su vida sin los pleitos cotidianos de Leandro y yo? ¿Cómo serían las Navidades y nuestros cumpleaños sin él? ¿O estaría preocupado por el dinero de la pensión que tendría que ceder? ¿En qué estará pensando ese hombre maduro que me resultaba tan extraño en esos momentos y al que quería moler a golpes por dañar de tal manera a mi madre que es más frágil que un pétalo congelado en hidrógeno?
A la mañana siguiente, el taxi llegó puntual y no recuerdo si cuando Leandro se despidió de papá lloró o si mi madre y él se dijeron algunas palabras en despedida, sólo recuerdo que hacía frío y el cielo era de un azul irreal. Al despedirme, le dije adiós y no lloré (casi nunca lo hago y, además, una noche antes había agotado mi reserva de lágrimas de los años por venir). Nos subimos al taxi y casi al salir de San Cristóbal, nos dimos cuenta que mi mamá había olvidado una maleta y tuvimos que regresar. Al llegar a la casa, vi por la ventana a mi padre. Estaba sentado, escuchando jazz y estúpidamente solo. Toqué la puerta y él se sorprendió al verme. Tomé el equipaje olvidado y le dije adiós. Al salir escuché claramente la trompeta de Miles Davis y pensé que lo único bueno de la separación es que dejaría de escuchar todas las mañanas ese género musical al que le terminé tomando manía porque mi padre lo escuchaba desde la mañana cuando preparaba el café; o sea que mi despertador durante casi dieciséis años de mi vida fueron Charlie Parker, Thelonious Monk, Charles Mingus y John Coltrane, entre muchos otros.
Han pasado los años y mi madre, tristemente, jamás se ha dado la oportunidad de intentarlo otra vez con alguien más. Supongo que quedó extremadamente dolida y prefiere pasar sus días en la oficina, encestando en los torneos de baloncestos del pueblo a los que se niega a renunciar a sus cincuenta años de edad, cuidando a mi abuela que tienen una salud inestable y regando su jardín que atesora como un museo lleno de rosas-Picasso, girasoles-Van Gohg y alcatraces-Dalí.
Mi padre jamás formalizó su relación con Ana y eventualmente se separaron; seguro el placer de la pasión prohibida era su único lazo... solo ellos saben. Ahora mi padre tiene lleva una relación de más de cuatro años con una señora de Nueva Orleans que vive con él en San Cristóbal y a quien mi hermano y yo apreciamos mucho.
Finalmente, a Leandro y a mí nos quedó más que claro que las relaciones no son para siempre, pero que no por eso nos vamos a privar de la alegría que brinda pensar que el amor, a veces, puede durar toda la vida.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Historia de amor lejano

El caso es que hay cosas que deben decirse
aun a riesgo de parecer patéticos.
Manuel Pérez Subirana, Lo Importante es Perder.

Mi primer recuerdo de Jenn se remonta cuando yo tenía siete años, tal vez.
Ahí estaba esa niña de ojos enormes en mi casa, pasando unos días con nosotros mientras sus padres intentaban arreglar sus diferencias maritales, mismas que concluyeron en un divorcio que provocó que Jenn se mudara a Tijuana con su madre y yo no la volviera a ver por más de una década.
Mientras estudiaba la universidad, regresé al pueblo de vacaciones y la novedad era Jenn; muchos querían andar con ella y no sólo porque fuera La Nueva, sino por su belleza rara. Yo siempre le dije que con esos ojos parecía una caricatura japonesa y ella reía tiernamente.
No sé si sepan, pero en los pueblos, el parque es el lugar en el que suceden las cosas y fue ahí en donde ella y yo nos volvimos a encontrar.
Pero aunque nuestras miradas se cruzaron, no fue hasta varios días después cuando innecesariamente alguien nos presentó.
Regresé a la Ciudad de México y Jenn y yo seguimos en contacto por Internet. Iniciamos una relación epistolar moderna que consistía en correos electrónicos diarios y largas charlas por teléfono que gradualmente fueron adquiriendo los matices de una hot line.
Nos volvimos a ver hasta mis siguientes vacaciones, cuatro meses después, en la navidad del 2004.
Recuerdo que desde la secundaria, muchos de mis amigos deseaban una mujer virgen de la misma manera en la que un cazador intenta colgar la cabeza de la gacela en la pared de su hogar.
Mi afán jamás fue ése. Para mí, el hecho de que una mujer estuviera dispuesta a compartir su cuerpo conmigo se me hacía un regalo suficientemente valioso y por eso no me obsesionaba por la virginidad-trofeo, como le pasaba a la mayoría de mis amigos.
Sin embargo (y jódanse si piensan que soy cursi), Jenn me regaló su virginidad y me hizo sentir el hombre más especial del mundo.
Nuestra relación intermitente, que jamás fue un noviazgo porque yo estaba empeñado en no tener una relación a distancia otra vez —dolido aún por la infidelidad de mi ex novia, quien me cambió por el primo de mi mejor amiga semanas después de irme a estudiar a la Ciudad de México— duró casi dos años.
Debido a la cercanía entre Jenn y yo, nuestras madres volvieron a entrar en contacto e incluso compartimos una Navidad juntos. Uno de mis mejores recuerdos fue despertar toda esa semana escuchando cantar a Jenn.
Durante esos días la felicidad parecía posible, pero yo me encargué de poner el mundo de cabeza y sabotear la belleza de nuestra historia: me encontré a mi ex novia en la calle, ella me invitó a subir a su auto y escribir lo que sucedió después resultaría una obviedad innecesaria. Naturalmente, como en todos los pueblos, el chisme corrió como pólvora y Jenn prefirió pasar los últimos días en casa de sus primas. Mi madre, muy apenada por lo que yo había hecho, me dijo que esa noche había escuchado llorar a Jenn.
La traición y el daño fue un peso que cargué durante mucho tiempo, y tal vez el karma sí existe (eso explicaría mi actual soledad de perro pateado). En fin, nos guste o no estás son las reglas del juego y de cualquier modo creo que vivimos inmersos en una cadena de desamor interminable, es decir: A ama a B, pero B no puede enamorarse de A porque desea a C, que a su vez no corresponde al amor de A porque quiere locamente a D. Así, la formula se reproduce hasta el infinito, pero siempre bajo un mismo denominador común (la infelicidad) y dos constantes (ser víctimas y victimarios).
Meses después, al enterarme que Jenn —en todo su derecho, claro— se había liado con un fotógrafo, amigo mío, que vivía en el Ciudad de México, caí en una depresión de cementerio.
¿Fue esta una revancha del destino o un mensaje hiriente de ella en el que me hacía saber que otra persona, que vivía en la misma ciudad que yo, sí tenía los pantalones para intentar una relación a distancia?
Me enteré que mi amigo se fue a Chiapas a verla cuando Jenn empezó a subir fotos que él le había tomado. Irracionalmente, sentí un embate de celos y me mordí el corazón porque pensaba que lo merecía.
Durante casi un año, ella y yo nos volvimos dos extraños nuevamente. Me costó mucho trabajo que me perdonara, pero ahora somos dos buenos amigos que hasta bromean con la posibilidad de compartir una vida juntos en el futuro.

Jenn dice:
Ando muy aburrida.
Totto dice:
Yo estoy muy feliz porque podré pasar el fin de año en Chiapas, con mi familia.
Jenn dice:
Que bueno, te envidio… Imagina que voy a tu casa el 31 por la noche (como cuando llegué de sorpresa a tu fiesta hace algunos años y pasamos toda la noche juntos).
Totto dice:
Creo que con una sorpresa así me pongo tan feliz que te planto un beso y después me disculpo.
Jenn dice:
¿Qué onda con tu comentario?
Totto dice:
Oye, soñar no cuesta nada. Por eso cuando tengamos 40 años te pediré que vivamos juntos. Podríamos tener una casa en San Cristóbal con un jardín grande y un huerto de tomates.
Jenn dice:
Todo suena bien, menos lo de los tomates.
Totto dice:
Bueno... un huerto de manzanas o de higos también puede funcionar.
Jenn dice:
Sí, algo más chic.
Totto dice:
Nos olvidaremos del auto y andaremos por todos lados en un motoneta.
Jenn dice:
¿Pero por qué motoneta?
Totto dice:
Ok, una bicicleta para no contaminar.
Jenn dice:
Ándale. Eso me agrada más.
Totto dice:
Te despertarás siempre oliendo el café hirviendo y escuchando mis sonidos torpes de cocinero malabarista mientras preparo el desayuno. Además, cuando haga frío te besaré los pies.
Jenn dice:
Suena interesante; sigue, ya me estás convenciendo.
Totto dice:
Ah, tendremos un perro labrador (y este punto no está a discusión).
Jenn dice:
¡Muy bien, siempre y cuando tú te hagas cargo! (y esto no es un comentario, sino una amenaza). ¿Pero dime qué más?
Totto dice:
En la casa no podrá faltar mi biblioteca llena de libros con olor a viejo. Ofreceremos comida y vino todos los fines de semana para nuestros amigos. Tu cantarás y yo tocaré la guitarra, y por las noches iremos a bailar y a escuchar música.
Jenn dice:
¡Oye, pero tú ya lo planeaste todo y ni me consultaste nada! ¿Qué tal si yo tengo otras cosas en mente? Nunca imaginaste que tal vez, por las noches, en vez de ir a un bar para escuchar blues o jazz, yo quiero hacer otras cosas?
Totto dice:
Ok, perdón. A tu favor me faltó decir que seré un mandilón enamorado que hará caso a todo lo que tú digas. Serás la dueña del control remoto y podrás ducharte primero que yo. También lavaré los platos y fregaré los pisos mientras me contemplas sonriente desde la sala.
Jenn dice:
Perfecto, pero todo eso lo tendrás que hacerlo en calzones, ja. No, para nada, no me creas. Lo único que me gustaría es ducharme después que tú: sabes que soy muy floja y, además, me gusta que el baño ya esté calientito. Eso te lo voy a gradecer mucho.
Totto dice:
¿Y cómo?
Jenn dice:
Como yo crea conveniente.
Totto dice:
¿Te parece bien con postres caseros?
Jenn dice:
Sí, postres hechos con mucho amor (entre otras cosas).
Totto dice:
Perfecto, te adelanto que me gusta el chocolate líquido (si entiendes lo que digo).
Jenn dice:
(Entiendo perfectamente).
Totto dice:
Ok, no hay duda: somos el uno para el otro. Nos vemos cuando cumplamos 40 años.
Jenn dice:
Hasta entonces.

martes, 9 de diciembre de 2008

El destino es un pésimo guionista


Mi emoción por ella puede más que mi temor al ridículo.

Jaime Bayly, Yo amo a mi mami.

Nuevamente estoy desayunando en el aeropuerto —esperando mi vuelo a Los Ángeles—, en el mismo restaurante y en la misma mesa. Lo hago automáticamente, sin meditar un segundo el porqué de esta acción tan rutinaria. Tal vez el hecho de que en la puerta me saluden por mi nombre y me pregunten si deseo la misma mesa de siempre me haga sentir un poco menos solitario.
…después de pasar varios minutos contemplando el ritmo de los viajeros desde la terraza del segundo piso de este restaurante, he recordado a Fía, a quien conocí meses atrás en el aeropuerto J.F. Kennedy de Nueva York.
Aunque hay muchos matices, al final, para mí sólo existen dos tipos de mujeres: 1) aquellas a las que veo y siento la necesidad de arrancarles la ropa y 2) esa rara clase con la que experimento la urgencia de que me abracen tiernamente. Con este último tipo de mujer es con la que me gustaría compartir mi corazón, y Fía pertenece a este raro canon.
La vi por primera vez cuando ambos estábamos formados en la fila para documentar el equipaje. Me llamó la atención su rostro inocente —irradiaba pureza— y sentí como si mi cuerpo fuera recorrido por una descarga eléctrica, como si todas mis venas fueran pequeños relámpagos que centellaron al unísono.
Después de recibir mi pase de abordar, le dediqué una última mirada. Muy bien, Totto, otra mujer linda que jamás volverás a ver, pensé. Ingresé a la sala de espera y para matar tiempo me tomé una cerveza en la barra de un restaurante. Mientras miraba a la gente de mi alrededor, pensaba en todos esos rostros que jamás volvería a ver en mi vida.
Por momentos me entretenía inventando historias; por ejemplo, inspirado en la dama que estaba un costado mío, me narraba mentalmente la historia de una mujer recién divorciada que viajaba para reencontrarse con el amor de su juventud. Así estaba, perdido en mis ejercicios de escritor aún no publicado, cuando la volví a ver caminando por uno de los pasillos. Todo mi instinto me obligaba a pararme y a tratar de conversar con ella, pero me acobardé. (Siempre lo mismo, ¿de donde nacía ese pánico que me provoca la simple idea del rechazo?).
Al llegar a la sala de abordar eché un vistazo periférico para buscar el lugar con menos gente a la redonda. Casi al fondo, en una esquina, ahí estaba ella una vez más. Esta vez me armé de valor y me acerqué. La saludé y para mi fortuna, ella respondió amablemente y me dijo cómo se llamaba.
Durante la charla me platicó que regresaba de Montreal porque había visitado a su hermana durante el verano. Fía me preguntó el porqué de mi viaje y le conté que era reportero y que había estado en Nueva York para entrevistar a unos actores, justo después me dio un poco de pena haberle dicho eso porque seguramente soné bastante pretencioso.
Al escucharla hablar me emocionaba pensar que, tal vez, podría invitarla a salir cuando estuviéramos en la Ciudad de México, pero esa fantasía se desvaneció rápidamente cuando me dijo —estocada artera a mi alma soñadora— que era de Guadalajara.
Platicamos sobre trivialidades algunos momentos. Me confesó que odiaba el asiento de la ventanilla y el de en medio porque no le gustaba molestar a las personas cuando tenía que pararse. Me pareció chistoso, pues a mí me encanta sentarme en la ventanilla porque, además de tener el costado del avión para apoyar mi cabeza mientras pienso o duermo, me agrada —pequeña travesura mía— molestar a la gente cuando me paro.
Una vez en el avión, Fía estaba sentada a tan sólo dos filas delante de mí, justo pegada a la ventanilla. La puerta del avión se cerró y yo era el único sentado en al fila. Empecé a idear cómo invitarla para que se sentara junto a mí, quería que se me ocurriera una frase encantadora, como de alguna película de Cameron Crowe (algo al estilo Jerry Maguire), pero después de unos minutos tratando de idear una manera original de decirle “¿te gustaría sentarte a mi lado?”, —brillante escritor que soy— no se me ocurrió nada. Sin embargo, a pesar de mi torpeza como seductor, estaba decidido a invitarla. Pero no hizo falta, ella me vio y, al notar que era el único de la fila, me hizo una ademán vago como preguntándome ¿me pudo sentar ahí? No recuerdo si le dije que sí verbalmente o sólo asentí con la cabeza, pero seguro sonreí.
Las cuatro horas y media de vuelo se me hicieron cortas. Hablamos de todos los temas que la gente toca cuando se conoce. Ella me resumió su vida y yo hice lo mismo, y hasta resultó que su poeta favorito era Jaime Sabines. Hablamos un poco de poesía. Eso fue droga dura para mi espíritu. Pero esto tiene que ser una señal, pensé.
Siempre que viajaba tenía la esperanza de conocer a una mujer interesante y bella de la cual pudiera enamorarme después, para así tener una espléndida anécdota que contar cuando la gente nos preguntara y “¿ustedes cómo se conocieron?”.
Desafortunadamente, siempre, pero siempre, me tocaban señoras que seguro me veían cara de psicólogo porque me contaban sus problemas existenciales. Me tocó desde una hippie canadiense que me propuso escribir una novela epistolar juntos, hasta una madre que temía que su hijo se convierta en un psicópata porque prendió en llamas al hamster de su vecino.
Pero parecía que mi fortuna había cambiado. En algún momento del trayecto, Fía se paró para ir al tocador y, en un impulso romántico, le escribí un pequeño poema de Gustavo Adolfo Bécquer (“Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo; por un beso... yo no sé qué te diera por un beso”), le puse mi nombre para que supiera que había sido yo y metí la hoja en una de las bolsas de la maleta en la que transportaba su computadora. Cuando regresó, me ponía de nervios imaginar que pudiera encontrar el poema en cualquier momento; sin embargo, también me gustaba pensar que en el futuro, por coincidencia, encontraría esos versos y se acordaría de mí y, con suerte, le arrancaría una sonrisa.
Minutos antes de que se terminara el único vuelo que hubiera querido que durara más, intercambiamos nuestros correos electrónicos. Una vez en el aeropuerto, Fía —que tenía que tomar otro avión a Guadalajara— se despidió y yo no pude evitar darle un pequeño abrazo después de besar su mejilla. Le dije que había sido un placer y al alejarme sentí una nostalgia por todo aquello que no podría ser. Conocerla en de esa manera tan fílmica se me hizo una mala pasada del destino, casi como un guión bíblico: mira la bella manzana que vive en otra ciudad.
Pero como si esta historia real fuera el segundo capítulo de una novela, o la segunda temporada de una serie, debo narrar que hace unos días fui a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y la vi.
Me costaba trabajo pensar que no tenía novio y suponía que inventaría cualquier excusa para decirme que no podría verme, pero para desbaratar mi pesimismo, ella apareció sonriente, acompañada por su hermana. Se veía lindísima y yo fatal porque una noche antes me fui de fiesta y sólo me dio tiempo de pasar a mi casa por la maleta e irme al aeropuerto. Supongo que mis de-por-sí ojos tristes habían adquirido un aire depresivo-suicida por tantas horas de desvelo.
Le presenté rápidamente a mis amigos y durante dos horas estuvimos sentados a escasos centímetros escuchando una entrevista que le hacía Carmen Aristegui al filósofo y escritor Fernando Savater, quien hablaba sobre la felicidad y la imposibilidad que implica alcanzarla, pues ésta significa un estado absoluto, permanente, en el que seríamos invulnerables en todo momento y eso no es factible por nuestra condición humana y otros miles de factores que trae consigo el día a día. Entonces, decía, que lo mejor era tratar de alcanzar la alegría con la mayor frecuencia posible, pero que para eso era necesario ser protagonistas de nuestras vidas.
Entonces, por la noche, mientras acompañaba a Fía de regreso a su auto, me preguntaba cuál sería la mejor manera de decirle todo lo que me hacía sentir, pero después pensé que no tendría caso hacer el intento porque vivimos en ciudades distintas y concluí que sería mejor ahorrarle a ella y a mí una situación incómoda.
Pero cuando nos despedimos, y ella me dio la espalda para abrir la puerta de su auto, me invadió un ataque de protagonismo auspiciado por Fernando Savater, y la llamé.
Ella se giró y me vio. Le dije —aunque seguro ya sabía— que sentía una “atracción muy fuerte hacia ella”… y ahora que lo recuerdo y lo narro se me ocurren muchas y mejores maneras de decirle lo mismo pero sin sonar como científico enamorado con aspiraciones a poeta.
¿Qué fue eso de una “atracción muy fuerte”? ¡Así se expresan los astrónomos cuando hablan de la gravedad y los cuerpos celestes!
En fin… entonces, cuando terminé mi corta declaración científica, sentí que el tiempo se dilató como si fuera un metal bajo el sol. Fía, amablemente me dijo que para ella yo era una persona especial por las circunstancias en que nos conocimos y que me apreciaba mucho, etc.
Su gentileza me lastimaba, sus palabras las sentía como un premio de consolación.
Cuando terminó le dije que entendía y no recuerdo si nos despedimos otra vez, pero tomé rumbo al bar en donde estaban mis amigos. En el camino, encendí un cigarrillo y pensé que si esto fuera una película romántica, ella regresaría y yo correría a abrazarla, mientras sonaba “What a Wonderful World”, de Louis Armstrong, como música de fondo; pero no, esto no es el cine, sino La Vida y Fía no regresó y yo, mientras fumaba lentamente, miré el cielo y pensé que, después de todo, nada es importante porque somos minúsculos y transitorios (¡ah, después esta escena me merezco el Emmy a Mejor Actor Dramático!).
Al regresar a la mesa con mis amigos, lo único que me consoló fue la idea de que salí del bar como un extra de una película romántica y regresé interpretando al protagonista nostálgico que casi siempre he sido, pero a pesar del final tan poco climático, lo importante de esta situación era que a la mañana siguiente tendría la tranquilidad de, al menos, haberlo intentado.
Me puse a beber y, mientras mis amigos bailaban, fui al baño para escribir a escondidas en mi libretita Moleskine que “el destino, como guionista, a veces no escribe las mejores historias”.

La cita del mes:

"Si me preocupara por lo que le interesa a la gente, nunca escribiría nada",

Charles Bukowski.