jueves, 20 de mayo de 2010

Una noche que está de olvido

Siempre me ha fascinado la facilidad con la que suceden las cosas en la noche... sobre todo si es jueves.
Once de la noche en el T Gallery de la Condesa, el lugar donde se reúnen la fauna burgués bohemia de la ciudad. La intelectualidad pop del lugar resulta demasiado pretenciosa, pero la belleza de las mujeres que asisten lo hace tolerable.
Es cumpleaños de un amigo fotógrafo y la mesa está atestada de alcohol. 'Caray, mañana tendré que ir a trabajar con una resaca terrible', me digo en silencio y me acuerdo de la entrevista que tengo que hacer con un músico y repaso mentalmente algunas preguntas. ¡Ah, basta de trabajo! Me recuerdo que, como escribió un sabio poeta, 'sólo mientras vivimos merecemos' y empiezo a beber un mojito tras otro. Me encantan.
Una hora ha pasado y de pronto me encuentro con Luis, mi estilista (¿cuán gay sonó eso?). Nos saludamos y me recuerda que ya debo cortarme el cabello y le refresco la memoria: le digo que me lo voy a dejar crecer hasta que en el periódico me llamen la atención. Viene acompañado de una mujer morena de cabello negro y ondulado que luce su cuerpo en un vestido blanco muy ajustado. Su nombre es Ana María y por su acento (y por su cuerpo también) me doy cuenta que es colombiana. Me gusta. A todos los hombres a la redonda les gusta y ella lo sabe.
Se mueve con la seguridad que brinda saberse bella y observada. Sobreactúa y eso me da risa.
—¿De qué te ríes? —me pregunta y me despeina con su mano derecha mi media melena.
—Me acordé de algo tonto —miento... y empezamos a platicar.
Me cuenta que es modelo, que lleva casi tres años viviendo en México y que es cinco años mayor que yo. Llega un inglés alto y fornido y hacen contacto visual. Media hora más tarde ya estoy borracho y ellos se están besando en una esquina del bar. No hay nada como el sex appeal del extranjero (tal vez por eso me gusta viajar tanto). Echo un vistazo a mis compañeros de trabajo (reporteros, fotógrafos, diseñadores e incluso anda por ahí uno de los directores del periódico) y pienso que esta escena sólo es posible en este campo laboral. Hay risas fáciles por donde quiera y todos se mueven al ritmo de la música. Me doy cuenta que algo malo sucedió con el británico porque Ana María está en la barra con Luis, quien me corta el cabello (eso sonó más heterosexual, ¿no?) y noto que varios buitres treintañeros la acechan con la mirada. Me acerco y volvemos a platicar y con sus dedos me aparta el fleco que cae sobre mi ojo derecho —¡aclaro que no soy emo!—. Llego a la conclusión de que cuando una mujer toca tu cabello dos veces seguro le gustas por lo menos un poco.
—¿Qué pasó con tu Príncipe William?
—¿Quién?
—Me refiero a tu ligue británico.
—Ah... se quiso pasar de listo.
Suelto una sonrisa. Mis amigos me ven expectantes desde la mesa. Seguro están haciendo apuestas para saber si me la ligo o no. Lamentablemente, descubro rápidamente que Ana María es superficial y sólo habla de los antros de moda —patético a los treinta años— y, como le dije que soy reportero de espectáculos, me empieza a disparar una letanía de 'cómo es tal artista en persona y cómo ésta y cómo aquél'. Me aburre... pero es bella y mirarla me consuela. Habla tanto que en algún momento sus palabras se pierden entre la música y, aunque finjo poner atención a todo lo que dice, no tengo la menor idea de lo que está hablando. ¿Por qué la belleza tiene que estar tan ligada a la superficialidad? ¿Cuándo será el día en que conozca a una chica que me enamore con sus ideas? Soy un tonto buscando amor en los sitios equivocados. De pronto empiezo a recordar a mi ex novia, la chica ideal que perdí por ser joven y querer comerme el mundo (qué eufemismo para evitar las palabras infiel y egoísta).
Mis pensamientos orbitaban las lunas de Neptuno hasta que algo que dijo Ana María me trajo de vuelta a la Tierra a velocidad luz.
—... somos tan distintas y mi hermana seguro debe estar encerrada en su cuarto, escribiendo... dice que quiere ser escritora —comenta con una risa sarcástica, como si su hermana estuviera loca.
No dudo en decirle que quiero conocer a su hermana y, sin querer, creo que la he ofendido. Se pone seria, pero luego me dice que quiere bailar. Le confieso que soy un poco torpe pero que por ella estoy dispuesto a hacer el ridículo y que no se moleste si la piso (la verdad es que exagero, no soy un árbol en la pista pero tampoco soy Billy Elliot).
Empezamos a bailar una cumbia lenta y mientras ella gira y le da la espalda a la mesa donde están mis amigos, éstos —demasiado obvios— le ven el trasero y me enseñan el pulgar en símbolo de camaradería. Me echan porras: se ven contentos y parecen más excitados que yo. De pronto Ana María pone su cachete junto al mío y yo le doy un beso en la mejilla y le repito que quiero conocer a su hermana.
—Es mucha mujer para ti.
Deja de bailar y se va a la barra. Miro el reloj, son las tres de la mañana y tengo el ego lastimado.
—A penas me conoces, ¿cómo puedes decir eso?
De pronto, Ana María —¿tal vez con el orgullo herido porque estoy más interesado en la hermana que no conozco que en ella?— me empieza a preguntar en dónde vivo, en qué universidad estudié, qué coche manejo y qué países conozco con la misma frialdad de un jefe cuando entrevista a un candidato a contratación.
Le confieso sin pena que soy un clasemediero de la Del Valle que aspira a burgués bohemio (aunque los critique tanto; soy un absurdo, lo sé).
Cuando le respondo que tengo un Peugeout 206, que estudié en una universidad privada de periodismo que seguro no conoce (no porque sea mala sino porque sólo en el medio es reconocida) y que sólo conozco países del continente Americano pero que ya estoy ahorrando para ir a Europa (y convertirme en cliché total de artista wannabe) me empiezo a enojar...y cuando estoy borracho el resultado es un cinismo terrible.
—Oye, Ana Maria, sólo te faltó preguntar cuánto gano, ¿no?
—Ah, sí, ¿cuánto ganas? —dijo con actitud insolente y fría.
—Gano 30 mil pesos al mes —mentí.
—Bueno, tal vez le puedes caer bien a mi hermana.
Fue demasiado. Exploté:
—Ana María, pues mejor ponle precio a tu hermana, ¿cuánto me va a costar estar con ella?
Oh, sí, puedo ser cínico cuando me lo propongo (y media botella de ron siempre ayuda).
—Eres un pendejo.
—Estoy de acuerdo y tú eres una interesada sin corazón y tienes un alma fea.
Sus ojos se pusieron cristalinos, parecía apunto de derramar una lágrima cuando me paré sin decir adiós. Luis, mi peluquero (¡ah, qué varonil suena eso!), me preguntó si algo malo había pasado cuando me acercaba a mis amigos y le dije que luego le explicaba. Llegué hasta la mesa y tomé mi chamarra de piel. Les dije que ya me iba.
—Pero cómo te vas a ir si estás borracho. Te va a agarrar el alcoholímetro —dijo Beto, mi colega y fiel guerrero de las fiestas.
—No hay problema, me vine en la moto.
—No, pero tú estás loco o qué, ¿cómo vas a manejar así?
—No estoy tan borracho —es una verdad a medias porque el coraje ma bajó la peda—. Ya me voy.
Salgo del bar y cuando paso por la barra no veo ni a Luis ni a Ana María, sólo el círculo húmedo que dejó su vaso sobre la superficie de madera. Siento pena por ella y también por mí.
En la calle hay parejas que caminan de la mano y me resulta asquerosa la imagen así que me pongo el casco, enciendo la moto y me voy sintiéndome un poco más solo que cuando llegué.

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La cita del mes:

"Si me preocupara por lo que le interesa a la gente, nunca escribiría nada",

Charles Bukowski.