lunes, 10 de noviembre de 2008

Junket/La Cicatriz de Angelina (segunda parte)


Justo afuera de la habitación, antes de entrevistar a Angelina Jolie, me repito en silencio que es sólo un humano más con el que tengo que hablar para cumplir con mi trabajo. Pero al entrar y verla —traje sastre negro y el cabello suelto— me doy cuenta que no es así, que no es una persona más porque su belleza es atípica e intimida. En ese momento entendí, pues tenía la evidencia frente a mí, por qué Brad Pitt no titubeó en pedirle el divorcio a Jennifer Aniston. ¿Qué hombre podría culparlo?
Me voy acercando a ella y siento como si hubiera electricidad en el aire. Me pongo nervioso y todo parece suceder de manera acelerada y lenta al mismo tiempo. Mi corazón late tan fuerte que tengo miedo que ella lo pueda escuchar.
Angelina me saluda y extiende su mano. Después se acerca a la barra, se sirve un jugo y me pregunta si me puede ofrecer algo de beber. Le digo que estoy bien y le doy las gracias.
Después, mientras camina al sillón para sentarse frente a mí e iniciar la entrevista, me pregunto por qué no acepté si tenía sed. Además, ¿cuando tendré la oportunidad de ser atendido por ella? Me arrepiento de no haberle dicho: “Sí, una coca, por favor”; o mejor aún: “Un whiskey en las rocas”.
Intento encender la grabadora y mientras lo hago, noto que mis manos tiemblan. Ella, claro, se da cuenta, y empiezo a sentir que mi cara está en llamas.
Me mira y sonríe. Estoy intimidado. Me repito que es sólo una mujer que todo el mundo conoce, que es humana y que yo también; y que lo único que necesito es tratarla como tal y olvidarme que es el ícono sexual de una generación y una de las estrellas más grandes del cine mundial.
Enciendo la grabadora y noto que está viendo mis manos.
—Esa cicatriz en tu dedo es interesante, ¿qué te pasó? —pregunta.
Le explico que cuando cumplí ocho años, mis papás me hicieron un pastel en forma de una campo de futbol y que al final de la fiesta tomé la navaja de afeitar de mi papá y empecé a decapitar a todos los futbolistas de plástico.
Sus ojos se hacen más grande cuando termino de contarle la anécdota de mi cicatriz. Ella se sorprende.
Perfecto, ahora va a pensar que la va a entrevistar un psicópata, me digo mentalmente. Después alzo los hombros y le comento: “Ya sabes, cosas de niños”. Y empieza a reír.
En la entrevista hablamos sobre los retos de interpretar a una madre que pierde a su hijo, sobre la experiencia de trabajar con el actor John Malkovich y el director Clint Eastwood.
Mientras charlamos, noto que antes de responder, Angelina me miraba a los ojos o bebe un poco mientras reflexiona. Su sencillez me sorprende, pues he conocido a mujeres —como la actriz que me bateó en el bar Malva hace unas semanas— que tienen más destellos de diva que ella.
Su personalidad me tranquiliza. Los veinte minutos de entrevista transcurrierren demasiado rápido. La representante entra a la habitación para avisarme que el tiempo se ha terminado.
Mientras Angelina y yo nos levantábamos de los sillones, pensé en tomarme una foto con ella.
Sin embargo, no me atreví y no por vergüenza personal, sino por pena laboral. Lo que pasa es que en estos dos años he tenido la oportunidad de entrevistar a muchos actores famosos y gente que en realidad admiro, pero siempre se me ha hecho poco profesional pedir autógrafos o fotos. Siento que le resta seriedad y objetividad a mi trabajo. No sé, puede sonar estúpido, pero así pienso.
(El único actor al que le he pedido un autógrafo, y que ni siquiera era para mí, fue a Forest Whitaker, ganador del Óscar como Mejor Actor por El Último Rey de Escocia.
Dos semanas antes de entrevistarlo había sido el cumpleaños de mi padre y yo, para no perder la costumbre, no me acordé. Mi papá es fanático del jazz y una de sus película favoritas es Bird, en la que Whitaker da vida al famosos saxofonista Charlie Parker; entonces, pensé que un buen regalo podría ser su autógrafo.
Al terminar la entrevista, le expliqué a Whitaker que había olvidado el cumpleaños de mi padre y que lo admiraba mucho. Él tomó la pluma y le deseó un feliz cumpleaños. Mi padre se puso feliz cuando se lo entregué).
No sé por qué, pero esta vez sí me atreví y le pedí un autógrafo a Angelina. Le expliqué que era la primera actriz a la que se lo pedía y ella sonrió tiernamente.
¿Estaría actuando o en realidad es así de cálida?
Al despedirnos volví a estrechar su mano y ella me dio las gracias. Al regresar a mi suite, el paisaje de Los Ángeles parecía un cuadro surrealista y yo me sentía un pincelazo afortunado en la imagen. Quería hablar con alguien y contarle, pero estaba solo. Destapé una Heineken, prendí un cigarro y empecé a contemplar el paisaje de Beverly Hills.
Pensé que algunos dirían que ya tenía una historia que contarle a mis hijos y nietos. Sin embargo, yo no quiero ser padre. Yo soy un niño y mi único propósito es criarme a mí mismo.
A mi regreso a la Ciudad de México, he repetido la historia bastantes veces. Mi familia y amigos me preguntan con fascinación. Todos quieren saber respecto a Angelina y, aunque me enorgullece haber tenido esta experiencia, no puedo evitar sentirme como un parásito que se alimenta de su fama, cada que hablo al respecto.
Y me pregunto si esta actitud mía es, en el fondo, envidia provocada por ser el anónimo que soy.
Como sea, creo que uno de mis amigos explicó de la mejor manera posible el hecho de que yo haya conocido a Angelina: “Wey, entrevistarla no es sólo una medalla laboral, es también una como hombre”.
Sí, tal vez mi amigo tiene razón. Ahora que veo en mi dedo índice la evidencia de ese profundo corte a los ocho años, pienso: "La cicatriz de Angelina, mi medalla".

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La cita del mes:

"Si me preocupara por lo que le interesa a la gente, nunca escribiría nada",

Charles Bukowski.