jueves, 19 de febrero de 2009

El lindo

Una pareja de enamorados
me pide que les haga una foto. Los odio.
Frédéric Beigbeder, Windows on the World

Seguramente el mundo te parece un sostén enorme
que espera ser desabrochado.

Frase del personaje Don Draper en la serie Mad Men

Desperté con resaca por las cervezas que bebí la noche anterior. Era sábado y, al escuchar el despertador, decidí que por ningún motivo iría a correr.
Pero la voz taladrante de mi prima Lourdes me hizo cambiar de parecer.
—Ya, cabrón, levántate —me dijo desde la puerta de mi habitación, a las siete de la mañana.
—Me siento muy cansado, voy a correr pero más tarde.
—No, ni madres. Vas ahorita y corres a la misma hora como todos los del equipo, ¿de qué sirve estar pagando si vas a entrenar por tu cuenta?
—Me siento muy cansado, Lourdes. No puedo.
—¿Cansado? Tú no estás cansado, estás crudo. Ya despiértate, respeta los compromisos que haces contigo mismo. Levántate —me dijo enérgicamente, tiró de las colchas y abrió la ventana⎯. Caray, cómo huele a borracho este cuarto.
—Ok, sí voy, pero ya cállate —supliqué.
En muchos sentidos de su vida, Lourdes era bastante fascista, pero en el aspecto deportivo era Musolini en persona.
Al empezar a trotar me deprimió saber que me tocaban correr dieciséis kilómetros. Todos los hombres y mujeres del equipo se veían felices y bromeaban unos con otros. Yo estaba demasiado ocupado, pues luchaba por no vomitar.
Uno de los corredores pasó a mi lado y bromeó.
—Órale, Totto, ¿qué loción traes hoy?
—Se llama Carolus, es de Bélgica y tiene un fijador de 8.5 grados de alcohol —bromeé.
—Con razón —dijo entre risas y aceleró el paso.
Mientras corría, pensaba en por qué me gustaba esta disciplina que a tantos les parece aburrida. Empecé a regular mi paso y a internarme en mis reflexiones y sólo así me olvidé de las ganas de vomitar que sentía dos o tres kilómetros atrás.
Me sumergí en dilemas dualistas sobre la metáfora que representa correr. ¿Corría para alcanzar algún objetivo o lo hacía como si huyera de algo? De pronto tuve un flashback a la maratón de Nueva York, en el 2004. Recordé un letrero que decía: “A los 32 km. te preguntas por qué demonios estás haciendo esto. Cuando cruzas la meta todo está claro”.
En ese sentido, la vida era muy parecida al maratón, pues la mayoría de las experiencias cobraban significado —o eran asimiladas— mucho tiempo después de vivirlas. Era algo más o menos parecido a lo que explicó Steve Jacobs, el fundador de Apple, en su discurso de Stanford en el 2005.
Él dijo que una de las cosas que aprendió es a “conectar los puntos”. A los veintitantos años decidió dejar su carrera; sin embargo, estuvo otros dieciocho meses más como oyente, tomando las clases que en realidad le interesaban. Fue así como llegó a un curso de caligrafía, materia que aunque le fascinaba no podía atribuirle un beneficio tangible en ese momento.
No obstante, muchos años después, cuando diseñó la primera computadora Macintosh, Jacobs empleó distintas tipografía que aprendió en ese curso y éste fue el primer ordenador en contar con variadas tipografías que le dieron un toque de elegancia y belleza a esa sistema operativo. Pero la utilidad de esas clases y conocimientos que adquirió años atrás —cuando no tenía claro por qué lo hacía— cobraron significados, ya que los puntos sólo se pueden conectar hacia atrás, jamás hacia delante.
Estaba recordando ese gran discurso de Jacobs por el kilómetro diez cuando empecé a sentirme como un volcán humano. El vómito me subió por el esófago como lava caliente y ácida. Me salí de la pista y me alejé lo más que pude del grupo de corredores y empecé a imitar a Linda Blair en El Exorcista.
Mientras sentía que expulsaba mi alma por la boca, escuché las risas de otros corredores y uno incluso me preguntó si había estado buena la fiesta. La entrenadora se paró para ver si estaba bien. Le dije que sí, me enjuagué un poco la boca y seguí corriendo hasta que cumplí con los dieciséis kilómetros que marcaba mi entrenamiento.
En cuanto terminé, corrí al coche, regresé a la casa, me metí a la cama sin bañarme y me quedé dormido hasta que el hambre y la sed me despertaron junto a la oportuna llamada de mi amiga Teresa para avisarme que todos nos reuniríamos en El Hijo del Cuervo a las seis de la tarde para festejar San Valentín.
Después de bañarme me sentí con ánimo renovado y listo para beber unas cervezas más, pero ahora con la tranquilidad de saber que el domingo no tenía que mover ni un dedo.
Al dirigirme al bar, recordé que por la noche sería la despedida de Omar, mi amigo fotógrafo que tuvo un idilio con Jenn. Él se iría a Barcelona a seguir a su novia, una psicóloga que había obtenido una beca para hacer su maestría.
Fui el primero en llegar al Hijo del Cuervo y descubrí que lo malo de ser puntual a una cita en un bar es que tienes que sentarte solo por media hora y correr el riesgo de dar la impresión de que alguna chica te va a dejar plantado o que eres un alcohólico con el corazón roto que pretende ahogar las penas en el fondo del tarro de cerveza.
Como sea, éstas son dos posibilidades que no quieres aparentar en San Valentín.
Por la ventana del bar vi pasar a un sujeto que vendía globos de helio con frases cursis de amor. Varios parejas se acercaban a comprar sin pudor alguno. El hombre abrió la billetera y le entregó un globo que decía “te amo para siempre” y tenía dibujado a Cupido apuntando con el arco.
Me empecé a preguntar si nunca nadie se había puesto a pensar que Cupido es uno de los personajes más escalofriantes de la historia. Su flecha hiere, pensaba, y su manera de transmitir el amor es mediante un arco (es decir, con un arma).
¿Es que nadie se da cuenta que la imagen mundial del amor está simbolizada por un sujeto con alas que carga con un instrumento de guerra?
Anoté estas reflexiones en mi Moleskine. La gente de las mesas de alrededor me vieron algo raro y me empecé a preguntar si me percibían como un suicida que escribe su carta final.
Escribir en público es vergonzoso. Me apena suponer que puedo dar la impresión de ser uno de esos sujetos demasiado lúcidos que tiene que anotar sus ideas porque son de gran valor.
De pronto sonó el teléfono y agradecí que existiera la tecnología y que en ese momento me salvara de mi soledad (aunque sólo me proporcionara una compañía virtual).
Era mi madre.
—Hola, hijito, ¿cómo estás?
—Bien, esperando a unos amigos en un bar.
—No vayas a tomar mucho, por favor.
—No, mamá, ¿cómo crees? —mentí.
—Bueno —respondió, aliviada.
—¿Qué pasó, mamá?
—Pues te llamo para desearte feliz día del amor y la amistad…, después de todo también soy tu amiga, ¿o no?
—Sí, claro que sí —respondí, risueño—. También te deseo lo mismo.
—¿Qué crees? —dijo súbitamente, como preparando el terreno para soltar una bomba.
—¿Está bien mi abuelita?
—Sí, dentro de lo que cabe.
—Ah, pensé que me ibas a decir que ahora estaba hablando con el fantasma de Hitler —bromeé.
—Tú no perdonas a nadie… No, te quería decir que me llamó Paloma —sentí un vértigo tremendo y como si alguien me apretara el corazón desde adentro—. Me habló ayer para felicitarme por mi cumpleaños. Qué linda, se acordó.
—Sí, qué detalle —respondí a secas y pensé que mientras menos supiera de ella sería mejor. No quería alterar mi volátil paz interior.
—Paloma está bien —dijo mi madre sin necesidad de que yo le preguntara—, me platicó que sigue con el plan de irse en unos meses a París, de intercambio escolar.
—Ah, qué bien. Mamá, me está entrando una llamada —volví a mentir—, te marco mañana, ¿ok?
—Bueno, hijito. Y, por favor, no tomes mucho.
—Sí, no te preocupes.
Pinocho y yo nos entendíamos.
Finalmente, mis amigos y amigas empezaron a aparecer gradualmente, la mayoría de ellos acompañados por sus parejas que sólo me hicieron acentuar mi soltería.
Como a las siete de la noche empecé a acordarme de Jenn y le marqué para decirle que la tenía en la cabeza y para hacerle saber que había tenido el detalle de hablarle en San Valentín a pesar de que yo odiaba esa fecha.
Porque después de todo, qué es el amor sino el sacrificio y la disponibilidad a cambiar las reglas y los cánones propios con el fin de alegrarle al vida a esa persona especial y tener la esperanza de recibir lo mismo de su parte.
La llamé a su celular y tardó un poco en responder porque me dijo que se estaba bañando.
—¿Vas a salir?
—Sí.
—¿Con tus amigos?
—No, con mi novio.
—Ah, ¿volvieron? —pregunté estúpidamente.
—…, sí.
—Bueno, que te la pases bien.
Colgué.
Me sentí ridículo ante tal ataque de celos. ¿Quien era yo para privar a Jenn de la posibilidad de ser feliz junto a ese tipo que la quería bien?
Me quedé un poco triste y con sed.
Después de varias jarras de cerveza, risas, anécdotas y una cuenta de dos mil pesos, nos movimos a la fiesta de despedida de Omar. Al llegar lo encontré bastante sobrio. Me dijo que no quería beber tanto porque tenía muchas cosas que arreglar antes de tomar el avión el lunes por la mañana. Empezamos a platicar y pronto se acercó su amigo y maestro de fotografía, Ismael, un sujeto inteligente y talentoso, pero sin pretensiones, con el que se puede platicar sobre arte sin parecer snobs.
Los tres charlamos sobre la obsesión de los artistas americanos por Europa. Yo confesé que como muchos otros escritores, fotógrafos, pintores y demás fauna bohemia, quería vivir un tiempo en París o Barcelona. Que no sabía exactamente por qué, pero lo cierto era que pensaba que tal vez caminando por las viejas calles de la Ciudad Luz tendría una especia de iluminación artística o mis reflexiones adquirirían mayor grado de lucidez.
Cada quien opinó respecto a este asunto y después les pregunté que si ellos creían que los artistas europeos veían a Nueva York o la Ciudad de México de la misma manera artística en que nosotros percibimos Paris y Barcelona.
Conversamos mucho rato.
A las dos de la mañana, mis amigos y yo decidimos que era hora de partir. Omar y yo nos dimos un abrazo y me dijo que ojalá el próximo estrechón de manos fuera en Europa. Le deseé buena suerte y me quedé un poco triste sabiendo que mi realidad seguiría siendo México por algún tiempo más.
Una vez en la calle, todos nos empezamos a despedir y la amiga de un amigo del periódico me pidió si la podía llevar a su casa, que estaba cerca de la mía. Le dije que con gusto, pues aunque me atraía poco, en algún momento de la tarde, cuando estábamos en el Hijo del Cuervo, ella empezó a hablar de literatura y eso le dio unos puntos a su sex appeal.
Al llegar a su casa, me dio las gracias, besó mi mejilla y se bajó del auto.
No seas cobarde, pensé.
Bajé la ventana y dije su nombre.
—¿Qué pasa, Totto?
—Pues pasa que quiero besarte.
Ella se acercó hasta la venta y me vio con cariño o como con ternura: me sentí un maldito cachorro que acaba de aprender a hacer una gracia como dar la pata.
—Mira, acabo de salir de una relación difícil y no estoy para un free —extendió su mano y tomó la mía—. Pero muchas gracias, me halaga saber que te atraigo. Tal vez en otras circunstancias, eres muy lindo.
—No te preocupes, es sólo que no quería irme sin intentarlo.
Sonreí y nos dijimos adiós.
No sentí pena ni rabia ni descontrol, sólo un cansancio bárbaro, como el down de una droga.
Yo no quería seguir siendo “el especial” o “el lindo”; quería ser el hijo de puta que siempre se sale con las suyas.
Al llegar a casa me quedé pensando en silencio dentro del auto por un largo rato. Todo estaba en silencio y los vecinos seguramente dormían tranquilos, dichosos y abrazados.
Tomé el celular y estuve tentado en llamar a Paloma, pero me di una cachetadas mentales para entrar en razón. Luego pensé que tal vez ella estaba logrando olvidarme de manera exitosa y que no sería justo remover los sedimentos de nuestra historia con una llamada telefónica en la madrugada después de concluido San Valentí por unas escasas horas; no, no sería justo enturbiar su presente sólo porque yo era como un niño solitario en la oscuridad que sentía miedo.
Era momento de pagar las consecuencias, así que con todo el trabajo del mundo, salí del auto para enfrentarme contra la anchura de la cama vacía. Una vez acostado y en la oscuridad, me masturbé pensado en Paloma y al venirme, sentí una tristeza sólo comparable con la intensidad del orgasmo que hizo convulsionar mi cuerpo.
Después de ir al baño y regresar a la cama, empecé a dormirme lentamente, con la esperanza de que en algún momento de mi vida pudiera “conectar los puntos” y encontrarle algún significado de provecho a esta noche que estaba de olvido.

5 comentarios:

  1. Yo no hice nada trascendente el día de San Marketing. Me dormí todo el día, la verdad.

    Y pues, ¿qué te puedo yo decir? La vida es una carrera en la que tienes que correr para llegar a la meta; a veces te caes y te das en la madre, a veces te arrebasan, otras veces pierdes el camino. El chiste es llegar, pero eso sí, no es muy buena idea correrla crudo :)

    Y lo de San Valentín es una pendejada. ¿Por qué un solo día para demostrarse amor si se tienen 365 al año?

    Bueno mi querido mentor literario, dejo mi pequeña huellita por aquí :)

    ResponderEliminar
  2. "Que lindo eres","te quiero solo como un amigo" y " no eres tu, soy yo" son fraces que dan al traste a cualquier diligencia.

    Y si San valentin y la Navidad son fechas para demostrar nuestro afecto, entonces ¿los demás dias del año tenemos derecho a ser unos malditos?.

    Ta ta.

    ResponderEliminar
  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  4. A ver si ahora si queda como era, y no con el nombre de mi esposo.
    Decia que ya sabes lo que opino.
    Un beso.

    ResponderEliminar
  5. Soy tu visitante 700, amigo tuyo y de aquella a la que desatinadamente le pediste beso.

    Totto, ambos sabemos que eres un pequeño lobo de mar, por eso me extraña que no hayas robado lo que en nunca debe pedirse.

    Ja, ja, ja. Un abrazo desde tierras lejanas.

    ResponderEliminar

La cita del mes:

"Si me preocupara por lo que le interesa a la gente, nunca escribiría nada",

Charles Bukowski.