martes, 16 de diciembre de 2008

El día D

El divorcio es la pérdida de la virginidad mental.
Frédéric Beigbeder, El Amor Dura Tres Años.

En un día como hoy, pero hace nueve años, mis padres se separaron después de un matrimonio de casi dos décadas y, desde ese momento, mi vida tomó un curso distinto.
Considerando que el divorcio es uno de los fenómenos que marcó a mi generación —y a muchos otras atrás—, supongo que soy un sujeto de lo más ordinario, pues, al igual que muchos otros millones, soy un producto más de esa camada que carga con el estigma que significa este fenómeno social y humano que ha hecho ricos a los abogados. Sin embargo, creo que superé este síndrome de hijo-de-padres-divorciados hace varios años. Pero en temporadas de unión familiar, como lo es la Navidad —aunque no soy religioso—, me resulta imposible no sentir nostalgia al notar que siempre hace falta una persona durante el brindis o al abrir lo regalos. Y, por supuesto, precisamente en esta fecha, también me resulta inevitable darme cuenta que hoy se cumple un aniversario más del fin de un ciclo que según la iglesia duraría toda la vida.
Vivíamos en San Cristóbal, pues tiempo atrás mi papá había decidió cambiar de trabajo y nos mudamos; sin embargo, mi padre —que ha sido ejemplar en casi todos los aspectos y lo admiro a pesar de sus errores— ya se mostraba frío con mi madre y sospechábamos que la razón era alguien más.
Mis recuerdos de ese triste día empiezan cuando hacía la maleta para irnos de vacaciones al pueblo en el que crecí. Hacía un tiempo frío que acentuaba el olor a madera de la casa que rentábamos. Estaba feliz porque dejaría San Cristóbal por tres semanas para ver a mis amigos que conozco desde el kinder (y con quienes aún sigo en contacto pues muchos de ellos viven en la Ciudad de México). Mi hermano Leandro y mi madre Luz también arreglaban su equipaje y sólo esperábamos que mi padre Rick regresara del trabajo para subir las maletas al auto. Cuando él por fin llegó, yo ni lo saludé por la emoción que significaba meter el equipaje cuanto antes al auto y largarnos de vacaciones. Al entrar a la sala, mi papá estaba callado y lo noté un poco más viejo. Mi madre nos preguntó si queríamos algo de comer antes de emprender el viaje. Los tres estábamos a punto de salir cuando mi papá, casi tétrico desde el rincón de un sofá, dijo esa frase que jamás olvidaré:
—Yo los llevo, pero me regreso. Ya no puedo más.
Aunque mi hermano y yo pusimos cara de signo de interrogación bastó el llanto de mi madre para encontrarle un significado inequívoco a esa oración lapidaria. Ella hablaba y lloraba, pero lo único que yo entendía eran sus lágrimas, ese lenguaje humano de la tristeza. Leandro y yo también empezamos a llorar (“Papi, no te vayas, no nos dejes.”). Yo lo odié en silencio. Los cuatro nos sentamos en la sala y durante horas tratamos de convencerlo de que cometía un error. Mi madre le pedía una explicación cuando de pronto mi hermano empezó a vomitar.
—Mira el daño que le estás causando a tus hijos, Rick —gritó mi madre, desesperada.
Él abrazó a Leandro y aunque tenía una cara de cárcel no derramó ni una lágrima (jamás lo he visto llorar). Mi madre, en un intento vano por salvar su dignidad —¿o qué se yo?— le dio una cachetada que se escuchó por toda la habitación. Ese fue la primera y última experiencia de violencia física que existió entre ellos. Fue triste ver cómo la desesperación y los planes rotos de mi madre tomaron forma de golpe que, en el fondo, decía auxilio, no me dejes.
Mi padre la abrazo y le dijo que lo sentía mucho y que lo perdonara, mientras ella lloraba en su hombro y se daba cuenta que el matrimonio no eran para siempre y que esa teoría ingenua que afirma que “si le das amor a alguien, te lo regresará de la misma manera” no era más que una tomada de pelo, una cláusula del karma que no aplica en las relaciones amorosas.
Mientras todo eso sucedía, de cierta manera me enfadó ver a mi padre tan ecuánime como siempre, tan cerebral; me hubiera gustado que al menos nos pidiera perdón de rodillas, carajo, para así perderle un poco el respeto. Pero no, él siempre desplegando su inteligencia emocional para tratar de reducir el impacto de sus acciones.
Claro, esto último lo comprendí hasta hace unos años, hasta que adquirí la madurez suficiente para entender todo el problema en su contexto y darme cuenta que ver a un hombre adulto patalear como niño es de lo más desesperanzador posible y que el papel de un hombre (de un padre) es mantenerse fuerte como un roble cuando embate la tormenta, pues si los retoños ven que el vendaval lo arranca, éstos crecerán con raíces débiles.
Y todo esto lo sé porque yo soy fuerte.
Lo más doloroso de que el matrimonio de mis padres se terminara es que, hasta antes de irnos a San Cristóbal, todo parecía perfecto: otras parejas veían a nuestra familia un arquetipo a seguir; entonces, que estuviéramos atrapados en la sala, con las narices rojas de tanto llorar, envueltos esa espiral de reproches, explicaciones y dudas que no parecía tener fin, significaba la fractura de todos los sueños y realidades en los que creía que estaban basados los mismísimos pilares de mi existencia. ¿Quién sería yo después de esa separación?
Mi madre no quería estar ni un solo minuto más en esa casa y acompañada por mi hermano fue en busca de un taxi que nos llevara hasta el pueblo en el que habíamos crecido. No recuerdo exactamente qué platicamos mi padre y yo cuando nos quedamos solos, pero seguramente fue alguna mierda así como:
—Totto, la separación entre tu madre y yo no va a afectar nuestra relación padre e hijo. Nos vamos a seguir viendo, simplemente las cosas van a ser un poco distintas.
Lo que en realidad deseaba es que tuviera los pantalones para aceptar que su decisión era motivada por otra mujer (confesión que muchos años después me ofreció al decirme “no nada más fue por ella (Ana); muchas otras cosas también influyeron, hijo.”). Sin embargo, en ese momento no me atreví a cuestionarlo.
La primera vez que Ana se apareció en nuestras vidas fue hace casi unos diez años. Llegó acompañada de uno de los mejores amigos de mi padre. Abrí la puerta y, sin saberlo, aquella noche dejé entrar al Caballo de Troya. Ana, graduada de Standford, estaba en el pueblo para hacer un estudio sociológico y, ja, jamás sospeché que mi familia y yo seríamos, en cierta medida, sus conejillos de indias.
Ana, al tener temas en común con mi padre como el hecho de haber estudiado en Estados Unidos —él es Lic. en Ciencias Políticas por la Universidad de Berkeley—, no tardaron en entablar empatía y por añadidura se hizo amiga de la familia. Llegó un momento, incluso, en el que Leandro y a mí nos agradaba su compañía y hasta nos hacía llorar cuando declamaba poemas. La verdad es que la queríamos un poco; no mucho. Después de un año, Ana empezó a radicar en San Cristóbal y mi padre inició durante los fines de semana un curso de especialización en esa misma ciudad. Y sí, en este caso, las coincidencias no existen, porque un año después mi padre consiguió trabajo como subdirector de un museo y nos mudamos.
Finalmente, mi madre y hermano regresaron pero sin el taxi, pero nos dijeron que ya era muy tarde y nos iríamos hasta la mañana siguiente. Leandro y yo dormimos en la misma cama abrazando a mi madre que no dejó de llorar toda la noche. Y yo me preguntaba: ¿estaría dormido mi padre sabiendo que sus hijos adolescentes trataban de consolar a la mujer que renunció a sus estudios y a tantas otras cosas más por casarse y darle un hijo? ¿Se estaría preguntando cómo sería su vida sin los pleitos cotidianos de Leandro y yo? ¿Cómo serían las Navidades y nuestros cumpleaños sin él? ¿O estaría preocupado por el dinero de la pensión que tendría que ceder? ¿En qué estará pensando ese hombre maduro que me resultaba tan extraño en esos momentos y al que quería moler a golpes por dañar de tal manera a mi madre que es más frágil que un pétalo congelado en hidrógeno?
A la mañana siguiente, el taxi llegó puntual y no recuerdo si cuando Leandro se despidió de papá lloró o si mi madre y él se dijeron algunas palabras en despedida, sólo recuerdo que hacía frío y el cielo era de un azul irreal. Al despedirme, le dije adiós y no lloré (casi nunca lo hago y, además, una noche antes había agotado mi reserva de lágrimas de los años por venir). Nos subimos al taxi y casi al salir de San Cristóbal, nos dimos cuenta que mi mamá había olvidado una maleta y tuvimos que regresar. Al llegar a la casa, vi por la ventana a mi padre. Estaba sentado, escuchando jazz y estúpidamente solo. Toqué la puerta y él se sorprendió al verme. Tomé el equipaje olvidado y le dije adiós. Al salir escuché claramente la trompeta de Miles Davis y pensé que lo único bueno de la separación es que dejaría de escuchar todas las mañanas ese género musical al que le terminé tomando manía porque mi padre lo escuchaba desde la mañana cuando preparaba el café; o sea que mi despertador durante casi dieciséis años de mi vida fueron Charlie Parker, Thelonious Monk, Charles Mingus y John Coltrane, entre muchos otros.
Han pasado los años y mi madre, tristemente, jamás se ha dado la oportunidad de intentarlo otra vez con alguien más. Supongo que quedó extremadamente dolida y prefiere pasar sus días en la oficina, encestando en los torneos de baloncestos del pueblo a los que se niega a renunciar a sus cincuenta años de edad, cuidando a mi abuela que tienen una salud inestable y regando su jardín que atesora como un museo lleno de rosas-Picasso, girasoles-Van Gohg y alcatraces-Dalí.
Mi padre jamás formalizó su relación con Ana y eventualmente se separaron; seguro el placer de la pasión prohibida era su único lazo... solo ellos saben. Ahora mi padre tiene lleva una relación de más de cuatro años con una señora de Nueva Orleans que vive con él en San Cristóbal y a quien mi hermano y yo apreciamos mucho.
Finalmente, a Leandro y a mí nos quedó más que claro que las relaciones no son para siempre, pero que no por eso nos vamos a privar de la alegría que brinda pensar que el amor, a veces, puede durar toda la vida.

1 comentario:

  1. Totto...
    en todo este tiempo, nunca habia leido ni escuchado la córnica de los hechos, estaba enterado mas no lo sabía con estos detalles, ahora puedo enterder tantas cosas y muchas respuestas llegaron ami cabeza. efectivamente eres un roble y tu dureza esconde esas lagrimas que casi nunca externas y que no precisamente te felicito por hacerlo, lo que puedo decirte es que llorar tambien es de personas fuertes, también para llorar se necesita valor. no te digo uqe lo hagas, estu manera y asi eres y así te respeto y te admiro; creo uqe fué mas dificil de como lo narras, pero es mas dificil narrarlo y aún mas... entenderlo.

    Gracias totales por ser mi primo, y por compartir estas cosas con el mundo.
    sabes que nunca estaré lejos.

    Hegadel.

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La cita del mes:

"Si me preocupara por lo que le interesa a la gente, nunca escribiría nada",

Charles Bukowski.