martes, 9 de diciembre de 2008

El destino es un pésimo guionista


Mi emoción por ella puede más que mi temor al ridículo.

Jaime Bayly, Yo amo a mi mami.

Nuevamente estoy desayunando en el aeropuerto —esperando mi vuelo a Los Ángeles—, en el mismo restaurante y en la misma mesa. Lo hago automáticamente, sin meditar un segundo el porqué de esta acción tan rutinaria. Tal vez el hecho de que en la puerta me saluden por mi nombre y me pregunten si deseo la misma mesa de siempre me haga sentir un poco menos solitario.
…después de pasar varios minutos contemplando el ritmo de los viajeros desde la terraza del segundo piso de este restaurante, he recordado a Fía, a quien conocí meses atrás en el aeropuerto J.F. Kennedy de Nueva York.
Aunque hay muchos matices, al final, para mí sólo existen dos tipos de mujeres: 1) aquellas a las que veo y siento la necesidad de arrancarles la ropa y 2) esa rara clase con la que experimento la urgencia de que me abracen tiernamente. Con este último tipo de mujer es con la que me gustaría compartir mi corazón, y Fía pertenece a este raro canon.
La vi por primera vez cuando ambos estábamos formados en la fila para documentar el equipaje. Me llamó la atención su rostro inocente —irradiaba pureza— y sentí como si mi cuerpo fuera recorrido por una descarga eléctrica, como si todas mis venas fueran pequeños relámpagos que centellaron al unísono.
Después de recibir mi pase de abordar, le dediqué una última mirada. Muy bien, Totto, otra mujer linda que jamás volverás a ver, pensé. Ingresé a la sala de espera y para matar tiempo me tomé una cerveza en la barra de un restaurante. Mientras miraba a la gente de mi alrededor, pensaba en todos esos rostros que jamás volvería a ver en mi vida.
Por momentos me entretenía inventando historias; por ejemplo, inspirado en la dama que estaba un costado mío, me narraba mentalmente la historia de una mujer recién divorciada que viajaba para reencontrarse con el amor de su juventud. Así estaba, perdido en mis ejercicios de escritor aún no publicado, cuando la volví a ver caminando por uno de los pasillos. Todo mi instinto me obligaba a pararme y a tratar de conversar con ella, pero me acobardé. (Siempre lo mismo, ¿de donde nacía ese pánico que me provoca la simple idea del rechazo?).
Al llegar a la sala de abordar eché un vistazo periférico para buscar el lugar con menos gente a la redonda. Casi al fondo, en una esquina, ahí estaba ella una vez más. Esta vez me armé de valor y me acerqué. La saludé y para mi fortuna, ella respondió amablemente y me dijo cómo se llamaba.
Durante la charla me platicó que regresaba de Montreal porque había visitado a su hermana durante el verano. Fía me preguntó el porqué de mi viaje y le conté que era reportero y que había estado en Nueva York para entrevistar a unos actores, justo después me dio un poco de pena haberle dicho eso porque seguramente soné bastante pretencioso.
Al escucharla hablar me emocionaba pensar que, tal vez, podría invitarla a salir cuando estuviéramos en la Ciudad de México, pero esa fantasía se desvaneció rápidamente cuando me dijo —estocada artera a mi alma soñadora— que era de Guadalajara.
Platicamos sobre trivialidades algunos momentos. Me confesó que odiaba el asiento de la ventanilla y el de en medio porque no le gustaba molestar a las personas cuando tenía que pararse. Me pareció chistoso, pues a mí me encanta sentarme en la ventanilla porque, además de tener el costado del avión para apoyar mi cabeza mientras pienso o duermo, me agrada —pequeña travesura mía— molestar a la gente cuando me paro.
Una vez en el avión, Fía estaba sentada a tan sólo dos filas delante de mí, justo pegada a la ventanilla. La puerta del avión se cerró y yo era el único sentado en al fila. Empecé a idear cómo invitarla para que se sentara junto a mí, quería que se me ocurriera una frase encantadora, como de alguna película de Cameron Crowe (algo al estilo Jerry Maguire), pero después de unos minutos tratando de idear una manera original de decirle “¿te gustaría sentarte a mi lado?”, —brillante escritor que soy— no se me ocurrió nada. Sin embargo, a pesar de mi torpeza como seductor, estaba decidido a invitarla. Pero no hizo falta, ella me vio y, al notar que era el único de la fila, me hizo una ademán vago como preguntándome ¿me pudo sentar ahí? No recuerdo si le dije que sí verbalmente o sólo asentí con la cabeza, pero seguro sonreí.
Las cuatro horas y media de vuelo se me hicieron cortas. Hablamos de todos los temas que la gente toca cuando se conoce. Ella me resumió su vida y yo hice lo mismo, y hasta resultó que su poeta favorito era Jaime Sabines. Hablamos un poco de poesía. Eso fue droga dura para mi espíritu. Pero esto tiene que ser una señal, pensé.
Siempre que viajaba tenía la esperanza de conocer a una mujer interesante y bella de la cual pudiera enamorarme después, para así tener una espléndida anécdota que contar cuando la gente nos preguntara y “¿ustedes cómo se conocieron?”.
Desafortunadamente, siempre, pero siempre, me tocaban señoras que seguro me veían cara de psicólogo porque me contaban sus problemas existenciales. Me tocó desde una hippie canadiense que me propuso escribir una novela epistolar juntos, hasta una madre que temía que su hijo se convierta en un psicópata porque prendió en llamas al hamster de su vecino.
Pero parecía que mi fortuna había cambiado. En algún momento del trayecto, Fía se paró para ir al tocador y, en un impulso romántico, le escribí un pequeño poema de Gustavo Adolfo Bécquer (“Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo; por un beso... yo no sé qué te diera por un beso”), le puse mi nombre para que supiera que había sido yo y metí la hoja en una de las bolsas de la maleta en la que transportaba su computadora. Cuando regresó, me ponía de nervios imaginar que pudiera encontrar el poema en cualquier momento; sin embargo, también me gustaba pensar que en el futuro, por coincidencia, encontraría esos versos y se acordaría de mí y, con suerte, le arrancaría una sonrisa.
Minutos antes de que se terminara el único vuelo que hubiera querido que durara más, intercambiamos nuestros correos electrónicos. Una vez en el aeropuerto, Fía —que tenía que tomar otro avión a Guadalajara— se despidió y yo no pude evitar darle un pequeño abrazo después de besar su mejilla. Le dije que había sido un placer y al alejarme sentí una nostalgia por todo aquello que no podría ser. Conocerla en de esa manera tan fílmica se me hizo una mala pasada del destino, casi como un guión bíblico: mira la bella manzana que vive en otra ciudad.
Pero como si esta historia real fuera el segundo capítulo de una novela, o la segunda temporada de una serie, debo narrar que hace unos días fui a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y la vi.
Me costaba trabajo pensar que no tenía novio y suponía que inventaría cualquier excusa para decirme que no podría verme, pero para desbaratar mi pesimismo, ella apareció sonriente, acompañada por su hermana. Se veía lindísima y yo fatal porque una noche antes me fui de fiesta y sólo me dio tiempo de pasar a mi casa por la maleta e irme al aeropuerto. Supongo que mis de-por-sí ojos tristes habían adquirido un aire depresivo-suicida por tantas horas de desvelo.
Le presenté rápidamente a mis amigos y durante dos horas estuvimos sentados a escasos centímetros escuchando una entrevista que le hacía Carmen Aristegui al filósofo y escritor Fernando Savater, quien hablaba sobre la felicidad y la imposibilidad que implica alcanzarla, pues ésta significa un estado absoluto, permanente, en el que seríamos invulnerables en todo momento y eso no es factible por nuestra condición humana y otros miles de factores que trae consigo el día a día. Entonces, decía, que lo mejor era tratar de alcanzar la alegría con la mayor frecuencia posible, pero que para eso era necesario ser protagonistas de nuestras vidas.
Entonces, por la noche, mientras acompañaba a Fía de regreso a su auto, me preguntaba cuál sería la mejor manera de decirle todo lo que me hacía sentir, pero después pensé que no tendría caso hacer el intento porque vivimos en ciudades distintas y concluí que sería mejor ahorrarle a ella y a mí una situación incómoda.
Pero cuando nos despedimos, y ella me dio la espalda para abrir la puerta de su auto, me invadió un ataque de protagonismo auspiciado por Fernando Savater, y la llamé.
Ella se giró y me vio. Le dije —aunque seguro ya sabía— que sentía una “atracción muy fuerte hacia ella”… y ahora que lo recuerdo y lo narro se me ocurren muchas y mejores maneras de decirle lo mismo pero sin sonar como científico enamorado con aspiraciones a poeta.
¿Qué fue eso de una “atracción muy fuerte”? ¡Así se expresan los astrónomos cuando hablan de la gravedad y los cuerpos celestes!
En fin… entonces, cuando terminé mi corta declaración científica, sentí que el tiempo se dilató como si fuera un metal bajo el sol. Fía, amablemente me dijo que para ella yo era una persona especial por las circunstancias en que nos conocimos y que me apreciaba mucho, etc.
Su gentileza me lastimaba, sus palabras las sentía como un premio de consolación.
Cuando terminó le dije que entendía y no recuerdo si nos despedimos otra vez, pero tomé rumbo al bar en donde estaban mis amigos. En el camino, encendí un cigarrillo y pensé que si esto fuera una película romántica, ella regresaría y yo correría a abrazarla, mientras sonaba “What a Wonderful World”, de Louis Armstrong, como música de fondo; pero no, esto no es el cine, sino La Vida y Fía no regresó y yo, mientras fumaba lentamente, miré el cielo y pensé que, después de todo, nada es importante porque somos minúsculos y transitorios (¡ah, después esta escena me merezco el Emmy a Mejor Actor Dramático!).
Al regresar a la mesa con mis amigos, lo único que me consoló fue la idea de que salí del bar como un extra de una película romántica y regresé interpretando al protagonista nostálgico que casi siempre he sido, pero a pesar del final tan poco climático, lo importante de esta situación era que a la mañana siguiente tendría la tranquilidad de, al menos, haberlo intentado.
Me puse a beber y, mientras mis amigos bailaban, fui al baño para escribir a escondidas en mi libretita Moleskine que “el destino, como guionista, a veces no escribe las mejores historias”.

1 comentario:

  1. Tssss la FIL, ya me platicaron q estuvo a toda madre... extraño q en DF todo esta más cerca pero cada vez q veo las noticias se me quita esa sensación jojo! Vientos carnal, publica más seguido estan chidos los relatitos. Un abrazo desde Mérida.

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La cita del mes:

"Si me preocupara por lo que le interesa a la gente, nunca escribiría nada",

Charles Bukowski.